quinta-feira, 30 de dezembro de 2010

Ano novo

A virtude cristã da esperança não tem relação com o mito do progresso. Quando Mistral nos exorta "a fé num ano novo", esta confiança no futuro, fundada na comunhão com as origens do ser, nada tem de comum com o "sentido da história" dos progressistas modernos. Não é a transposição no futuro das promessas da eternidade, é a fé na eternidade que se projecta sobre o futuro.

Eu creio também no ano novo. O que distingue a minha esperança da dos adoradores da história, é que eles crêem na virtude intrínseca e necessária da transformação, num futuro certamente melhor que o passado---e isto por efeito do poder criador de tudo o que perdura, ou, se são crentes, num plano divino da história, pelo que a vida terrestre ir-se-á aproximando cada vez mais da vida celeste. Eu, porém, não creio nem no passado nem no futuro como tais; acredito sòmente na eternidade que nos cinge e pode penetrar todas as horas do tempo, se soubermos acolhê-la. Porque Deus, que está presente em todos os pontos do espaço, está igualmente presente a todos os minutos da duração. Crer no futuro, é crer que o amanhã está já contido no seu hoje eterno. Mas isto nada tem que ver com a fé num desenvolvimento contínuo da virtude e da felicidade sobre a terra. Eu não penso que o que vier a acontecer amanhã valerá necessàriamente mais do que as eventualidades de hoje; penso, o que é diferente, que Deus não abandonará nunca aqueles que n'Ele crêem---suceda o que suceder.

É possível que o futuro nos reserve terríveis repressões, mas essas catástrofes temporais não fecharão as portas da eternidade (quem sabe, mesmo, se não ajudarão a abri-las?). O que importa não é que as coisas vão melhor ou pior no tempo, é o vinco que deixa no fundo eterno da alma este melhor ou pior: quid hoc ad aeternitatem?

A história tem, na verdade, um sentido, pois Deus não permite que o universo dure em vão; ora este sentido situa-se fora da história, isto é, não na sequência dos acontecimentos temporais, mas no seu reflexo, no fundo do espelho móvel da eternidade. O tempo é como um caminho à beira do abismo da morte; após algumas horas de marcha, as gerações caem sucessivamente neste abismo. O que conta e dá à história o seu verdadeiro sentido, não é o facto de o caminho ser mais sombreado ou árido, mais direto ou acidentado, mas o que o abismo divino acolhe ou rejeita das colheitas da morte.

Fonte: "O olhar que se esquiva à luz" - Livraria Figueirinhas - Porto, 1957

terça-feira, 21 de dezembro de 2010

Do nada ao infinito

"A rosa tem necessidade do esterco, mas o esterco pode muito bem prescindir da rosa" (L'heure éblouissante).

Sempre esta dependência imediata do mais alto em relação ao mais baixo e esta auto-suficiência do inferior. O poeta e o santo têm necessidade de pão, mas o padeiro pode prescindir de poesia e de santidade.

Todos os bens do espírito, todas as riquezas da alma padecem desta servidão humilhante. Não interessa investigar, por exemplo, a razão do servilismo dos Virgílios perante os Augustos, e de tantos padres em face dos poderes temporais.

Não há a considerar que os bens espirituais, pelo facto de não corresponderem, como os bens materiais, a uma necessidade imediata e universal, são independentes de qualquer critério objectivo de estimação e não possuem outro valor além do que cada um lhes atribui, no segredo incomunicável da alma. Diz-se vulgarmente que "não tem preço" bens, como a beleza, o amor ou a fé. Isto pode significar que valem tudo---e também que nada valem: além de todas as cifras, ou zero.

Mistério e mistificação têm a mesma etimologia: a noite faz sobressair as estrelas e germinar os fantasmas. Para aquele que não tem necessidade da luz solar na "sua passagem" pela terra, as próprias estrelas são fantasmas!

O esterco, o pão e a lã terão sempre o seu preço representado por uma cifra, mas o ideal viverá sempre paredes-meias com a ilusão, o heroísmo com o embuste; e os valores que o amante, o artista e o santo trouxeram ao mundo, oscilarão sem fim, consoante o nosso acolhimento interior, do nada ao absoluto.

Fonte: "O olhar que se esquiva à luz" - Livraria Figueirinhas - Porto, 1957

terça-feira, 14 de dezembro de 2010

La naturaleza y la liturgia

Se acerca la Navidad. Las calles iluminadas, las tiendas desbordantes, los menús de Nochebuena y Fin de año fijados ya por los restaurantes, los programas de las agencias de viajes con motivo de las vacaciones... todo nos recuerda, con un esplendor y una insistencia rayanos en la agresividad, la inminencia del aniversario divino.

Navidad comercial, Navidad gastronómica, Navidad turística, ¿por qué no? Pero no puedo impedir preguntarme en qué se convierte, en medio de esta puja de atracciones profanas, la Navidad religiosa---la de la fe y la oración---que conmemora la liturgia.

Es un hecho a menudo constatado que la celebración de los oficios litúrgicos ha perdido gran parte de su interés para la mayoría de nuestros contemporáneos, comprendidos en ellos ciertos católicos de cuya fe y cujo celo nada nos autoriza, por lo demás, a poner en tela de juicio. "La liturgia está pasada---me confiaba recientemente un joven lleno de ardor y abnegación---: en ella se repiten siempre las mismas palavras y los mismos gestos; lo que cuenta para un cristiano de hoy es la acción, el dinamismo, el sevicio al prójimo, la reforma de las estructuras sociales, etcétera."

¿A qué se debe tal desapego? No sólo al declinar del sentido de lo sagrado, sino también---y los dos fenómenos son correlativos---a las condiciones de la vida moderna.

La liturgia está dominada por la idea de ciclo. Vuelve a traer, día tras día y estación tras estación, y siguiendo un orden inmutable, la celebración de las mismas fiestas. Su desarrollo reproduce el de los ritmos fundamentales de la creación. De ahí que concuerde espontáneamente con la mentalidad de los hombres que viven en vecindad inmediata y permanente con la naturaleza. Eso es lo que pasaba hace apenas un siglo, donde la mayoría de las poblaciones estaban constituidas por agricultores o por gente que residía en el campo. En tal contexto, los acontecimientos litúrgicos se mezclaban por sí mismos con la trama cotidiana de la existencia. La Navidad era esperada como una luz y un calor en pleno corazón del inverno; la Pascua, como la consagración de la primavera; cada domingo, como el hueco de la misma ola en la interminable ondulación. De este modo, la costumbre de las cadencias naturales preparaba al hombre para la conmemoración de los acontecimientos sobrenaturales; el tiempo, encadenado por el ritmo, gravitaba dócilmente alrededor de lo eterno. Pero ¿hay algo más extraño para la mentalidad actual que la idea de ritmo y de ciclo? La historia no se concibe ya como un movimiento circular, sino como un caminhar hacia adelante en el que el porvenir es la negación del pasado (en realidad, es lo uno y lo otro, pero no entra en mis planes desarrollar este tema). Vivimos bajo el doble signo de la aceleración y del cambio, es decir, en oposición al tiempo litúrgico, que nos aporta los mismos alimentos espirituales a intervalos regulares y qye no pueden disminuirse. Pues el tiempo de los hombres---o más bien su empleo del tiempo---concuerda cada vez menos con el ritmo del tiempo creado por Dios y medido por los astros.

En esta atmósfera febril y trepidante, dominada por la búsqueda de lo inédito, es normal que la sensibilidad se desvíe del ciclo invariante de la liturgia. No hay nada que hacer con un presente y un porvenir que se limitan a reproducir el pasado: todo lo que es eco o reflejo de lo eterno en el tiempo aparece como la supervivencia estéril e insípida de una tradición caduca.

Y aquí está el nudo del problema: ¿cómo devolver a los hombres en tal clima el sentido y el gusto por la liturgia?

La solución aparentemente más fácil consite en intentar "rejuvenecer" las cosas divinas, acomodándolas lo mejor posible a las costumbres y a los gustos del siglo. Lo cual implica cambios de decorado, de música, de actitudes, de comentarios, etc. "No tocamos la sustancia del alimiento---me decía un joven clérigo---, variamos la presentación y la condimentación con el fin de que inspiere más el apetito."

No estoy cualificado ni soy la persona competente para juzgar positiva o negativamente el fundamento de cada innovación litúrgica. Me limito a señalar el peligro que existe en comprometerse demasiado pronto en esa línea. Al presentar los misterios religiosos bajo el ángulo, demasiado exclusivo, del espectáculo y de la distracción, se corre el peligro de crear un estado de espíritu en el que la salsa cuente más que el alimento que "acompaña", en el que el atractivo de lo profano sea superior al respeto por lo sagrado. Y además, al querer "modernizar"demasiado lo eterno, lo exponemos al accidente que inevitablemente acecha a toda moda: al rápido envejecimiento y el olvido. De manera que aún se agrava más el mal que se pretende curar.

Por encima de estos paliativos superficiales y provisionales, el verdadero remedio está en devolver a los hombres el sentido de los valores inmutables expresados por la liturgia. Volverle a enseñar la adhesión a las leyes y a los ritmos de la naturaleza, que son la imagen de lo eterno en la duración (¿se pasa de moda la aurora de un día a otro o la primavera de un ano a otro¿), y a las revelaciones de la fe, cuyo infinito desarrollo a lo largo de los siglos no podría agotar su intemporal novedad. Está permitido esperar que la saciedad y la confusión suscitadas por la llamada sociedad de consumo les ayudará, por contraste, a orientarse en este sentido. Pues todo se resume en lo siguinte: tomar conciencia de que lo que permanece es más importante que lo que pasa, y que los fuegos de artificio de la moda, que se encienden y se apagan uno atras otro no dejando más que cenizas, no deben velarnos el permanente destello del sol.

Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva, 2005

quinta-feira, 9 de dezembro de 2010

Moral y literatura

Justo antes de la última guerra, surgió un gran debate sobre el problema de las relaciones entre la moral y la literatura. Los moralistas pretendían que los guardianes de la ciudad tenían un derecho de inspección y de control sobre las producciones literarias, y los intelectuales, enarbolando el sagrado estandarte del "arte por el arte", reinvindicaban para el escritor una absoluta liberdad de expresión. Estos últimos, que contaban en sus filas con las inteligencias francesas más brillantes, se complacían en tratar de imbéciles a sus adversarios, lo que no siempre era falso, considerando la arisca estrechez de ciertos defensores de la moralidad.

Pero Simone Weil---ese espíritu soberano---no temía afirmar que en el debate "eran los imbéciles los que, en gran parte, tenían razón".

Hoy se plantea el mismo problema en términos infinitamente más agudos.

Acabo de leer una novela firmada por un nombre muy célebre (me abstengo de citarlo para evitar una publicidad tan gratuita como perniciosa) donde se describen con un increíble lujo de detalles las más repugnantes torpezas sexuales. El poder evocador del estilo da a esas miserias una intensidad, un colorido, que nunca tienen en la realidad. Pues, como muy bien dice Huxley, la descripcíon de un acto obsceno es siempre más obscena que el proprio acto. Y es precisamente ahí donde está el peligro de la literatura.

Hojeo otras obras. Una exalta las delicias de la droga, otra proclama la legitimidad del aborto, una tercera exalta a los "matones" e invita a la revolución universal, etc.

Podría citar casos muy precisos en los que esta literatura ha empujado a algunas personas al desenfreno, al aborto, al uso de la droga, a la violencia revolucionaria y a veces al suicidio.

La responsabilidad de los escritores es evidente en el sentido de que sus obras han ejercido sobre un cierto número de sus lectores una influencia determinante. ¿Pero qué es una responsabiblidad sin sanciones materiales o morales?

La palabra no tiene sentido más que en la medida en que el individuo paga, de una u otra manera, los platos rotos, es decir, en que sufre personalmente las consecuencias de sus actos.

Así, el industrial o el agricultor incompetentes van a la ruina, el obrero que trabaja mal es despedido, el cirujano descuidado o inhábil pierde su reputación y su clientela, etc. No hay nada parecido para el intelectual: puede desonrar su profesíon al propagar los peores errores y los peores vicios sin que su situación material y su prestigio social sufran en absoluto. Muy al contrario: por ete camino fangoso es como mejor alcanza, con frecuencia, la fortuna y los honores. Los vientos impuros que desencadena no hacen caer las tejas más que sobre las cabezas ajenas.

En efecto, ¿hay algo más escandaloso que el contraste entre la suerte del malhechor y la de sus víctimas?

El más mínimo atentado al pudor merece la prisión para su autor. Multiplicad este atentado hasta el infinito en un libro de gran tirada: os extasiaréis ante vuestra audacia y, quizá (ya se ha dado el caso), el premio Nobel vendrá a coronar vuestra carrera.

Un soldado qeu insulta a un oficial o que se niega a obedecer pasa a un consejo de guerra. Pero se ha representado en la Comédie Française---¡teatro subvencionado por el Estado!---una obra en la que los jefes son arrastados por el fango. Se persigue y se condena a los traficantes y a los usuarios de drogas. Pero está permitido exaltar las falsas borracheras.

Es inútil prolongar esta letanía. Todo se resume en esto: mientras se castiga por todas partes a aquellos que están podridos, se deja en paz o se recompensa a los causantes de la podredumbre. Están lejos los tiempos en que el marqués de Sade (venerado hoy como un genial precursor), que se atrevió a dedicar sus obras obscenas a Napoleón, fue encerrado por éste en un asilo de locos para el resto de su vida.

Y toda esta literatura, que parece emanar de un osario o de una destilería de veneno, se propaga sin control en nombre de la sacrosanta libertad de pensamiento y de expresión. La palabra censura da miedo. Pero las leys contra el alcoholismo, el desenfreno, el proxenetismo---sin hablar de las recientes medidas contra la contaminación de la naturaleza---¿que son sino censuras, es decir, restricciones impuestas a un cierto género de libertades? ¿En virtud de qué principio serían los escritores los únicos en gozar del exorbitante privilegio de la impunidad en la fechoría? !Como si el mal, pensado y expresado, no tuviera más consistencia que un sueño y no se encarnara jamás en la materialidad de los hechos!

Habrá que salir, más pronto o más tarde, de esta absurda situación. No ignoro ninguno de los peligros que conlleva una censura en manos del Estado. Quizá, como sugería Simone Weil, habría que deserar un control ejercido por una instancia menos elevada: algo análogo, por ejemplo, al Consejo del orden de los médicos y de los abogados. Todo está aún por hacer en este campo. Pero todo debe organizarse alrededor de ete pricipio central: la necesidad de una autoridad que recordase a los intelectuales que es demasiado fácil atribuirse todos los derechos sin reconocerse ningún deber y sin incurrir en la menos sanción y que, según la admirable fórmula de Víctor Hugo, "toda idea expresada implica una responsablilidad aceptada".

Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva, 2005

domingo, 21 de novembro de 2010

Gustave Thibon e o Aforismo

O aforismo é um gênero literário: tem os seus limites, mas tem também o seu valor. Jules Lemaitre, numa página tão brilhante como superficial, tentou ridicularizar o aforismo, pondo a descoberto os artifícios que presidem à sua confecção. E, sem dúvida, não é difícil, manejando o lugar comum, a antítese ou o paradoxo, fabricar em série máximas sem substância. Mas prova isso alguma coisa? Ficarão os outros gêneros literários ao abrigo da facilidade e do verbalismo? Não haverá artifícios igualmente usados para redigir uma tragédia em cinco actos, um poema em doze cantos, um romance ou uma tese de filosofia? Quer proceda por saltos, como no aforismo, quer se alongue por obras perfeitamente compostas, o pensamento dum escritor pode ser igualmente medíocre ou profundo: só o génio dá solução ao debate. A originalidade, a unidade da inspiração são tão fáceis de atingir na obra de um Pascal, de um Rochefoucauld ou de um Nietzsche como na de um Spinoza ou de um Bergson. Se o leitor não está satisfeito com os meus aforismos, se neles apreende mal o sentido e a conexão, não é o instrumento que deve acusar, mas o artífice...

Encontro, em velhas notas, alguns juízos sobre o aforismo que me permito transcrever aqui, porque correspondem bem ao meu pensamento.

"A máxima, dizia eu, é mais um excitante do que um alimento: exige da parte do leitor muito mais finura e espírito de síntese do que uma obra composta(arranjada). Deixa-lhe o cuidado de evocar, de completar e de unificar, abre um vasto crédito à sua inteligência. Os "pensamentos" são para uso dos que pensam..."

"O autor de máximas orienta o leitor pelas diferentes avenidas do pensamento, mas não se lhe impõe à maneira dum cicerone obsidiante, deixa-lhe a alegria de descobrir e sobretudo a de adivinhar. E depois, o aforismo apresenta, para os espíritos altivos e púdicos, essa inestimável vantagem de ser bastante transparente para revelar o nosso segredo aos que nos amam, e suficientemente opaco para o dissimular aos outros. Porque repugna essencialmente ao espírito altivo e púdico dizer tudo: longe de progredir pacientemente, protegendo as costas e antecipando-se a responder a todas as abjecções, o autor de máximas sabe-se e quere-se vulnerável; a marcha descontínua e aparentemente anárquica do seu pensamento fornece aos seus adversários mil ocasiões fáceis de o refutar. Enquanto um trabalho didáctico se nos impõe, de fora, com todo o peso das suas provas e das suas deduções verdadeiras ou falsas, o aforismo só pode dar os seus frutos num clima de liberdade, de confiança e de intimidade: o autor dá constantemente uma prova de confiança ao leitor, e tem necessidade de que o leitor, por sua vez, lha dê sem cessar".

Dar uma prova de confiança ao leitor... Esse é para mim o fulcro do problema. Há uns dez anos, um grande filósofo, a quem me honro de dever muito, tendo notado nos meus primeiros ensaios um certo abuso da elipse e do sub-entendido, escrevia-me paternalmente: "Nunca avalie por excesso a inteligência do leitor". Bem sei que ele tinha razão quanto a uma boa parte da humanidade, mas se só houvesse tais leitores, preferia não escrever. Se o leitor não é capaz de assimilar espontâneamente (isto é, de integrar na sua síntese pessoal) os vários alimentos que se lhe proporcionam, se é preciso mastigar e digerir por ele, mais vale estar calado.

Fonte: "O pão de cada dia" - Editorial Aster - Colecção Éfeso

domingo, 7 de novembro de 2010

Psicologia e desespero

Se há uma forma particularmente perversa da "exploração do homem pelo homem", é este furor de introspecção, de autofagia intelectual que consiste em procurar exclusivamente no conhecimento do homem a solução dos problemas humanos, este impudor do espírito reflexo que desnuda a alma até às raízes e até aos fundamentos, como uma planta arrancada, a uma luz que ilumina sem mentir, esta vivissecção psicológica que, sob a cor de sinceridade e de "teste" se estadeia em todos os ramos da literatura, desde o estudo científico objectivo até a confissão pessoal.

O nudismo físico não é mais que um passatempo de crianças ao pé das múltiplas formas deste nudismo moral que se insinua nos costumes a pouco e pouco. Estão em moda as confidências públicas. Nós não compreendemos muito bem como é que estas duas palavras possam casar-se: vasculha-se, até aos seus últimos recantos, a vida privada das personagens célebres; garotas falsamente cândidas escrevem livros para nos contar as peripécias da sua iniciação sexual, e como perderam uma virgindade que, sem dúvida, jamais possuíram senão no corpo; todas as intimidades, normais ou anormais, são reveladas, divulgadas, medidas, postas em equações e em diagramas, e o vício torna-se, segundo a expressão de Proust, uma ciência exacta. O pior, de tudo isso, não é o mau gosto e a imoralidade, mas o perigo de esgotamento e esterilidade. Este "psicologismo", com efeito, devora-se a si mesmo e leva a um beco sem saída, porque o homem assim explorado até às entranhas e até no que elas contêm, dentro em pouco nada poderá oferecer para alimento dos demónios da curiosidade e do exibicionismo. "Ah! tudo está bebido, tudo foi comido; nada mais há a dizer..." Chegamos ao ponto em que o homem nada mais terá a aprender sobre o homem. Coisas, talvez banais em si mesmas, mas veladas e impregnadas até aqui dum mistério fecundante e que cada um podia redescobrir por sua própria conta com o deslumbramento do viajante que pisa uma terra virgem, perdem ao mesmo tempo as suas trevas e a sua magia: a terra incógnita, a última Thulé do desejo e do sonho transforma-se em jardim público!

Esta saciedade provoca o fastio e, por contraposição, a necessidade de aperitivos e condimentos mais enérgicos, de revelações mais sensacionais. Mas os próprios condimentos enfastiam, o sensacional embota-se, e o que ontem se tomava como um estimulante toma-se hoje, como uma tisana insípida. E o homem volta a girar em torno de sua gaiola iluminada até aos seus últimos recantos pelos projectores da introspecção. Que capítulo não poderia escrever-se sobre a psicologia parasita da alma!

É verdade também, em virtude desta polaridade misteriosa que liga o mal ao remédio, que este clima de tédio e desespero faz apelo irresistìvelmente ao raiar duma nova esperança. A viagem à volta de si mesmo, tendo esgotado todas as suas reservas de imprevisão, convida o homem a fugir para além dele próprio: o nosso espírito, saturado de tantos mistérios violados, só encontra saída e refúgio no único mistério inviolável: o da sua relação com Deus. Da sua relação vivida e não expressa, porque a expressão leva-o ao seu termo humano, demasiadamente humano...

Deste ponto de vista, haveria muito a dizer de uma literatura que faz da alma e da vida interior do sacerdote o objeto duma curiosidade perturbante e não sei que deleite moroso. Esta exploração metódica da mina sacerdotal veio em substituição das odiosas calúnias anticlericais do último século. É uma nova maneira de difamar o sacerdote, mais íntima e refinada que a antiga, mas infinitamente mais perversa. Outrora, fazia-se em bocados e traçava-se uma imagem do mau padre, tão artificial na sua baixeza como o cromo do bom padre na sua pseudopureza; hoje, sorvem-se a pequenos goles os segredos da alma sacerdotal. Em vez da mandíbula que dilacera, ficou a língua que saboreia, mas é sempre o padre que se dilacera e Deus está ausente do festim.

Reponder-se-á que não pode explorar-se a alma do padre sem encontrar Deus que a habita. Sim, mas sob que aspecto e em que condições? A curiosidade psicológica mal se acorda com o sentido divino. O que há de essencial na padre é precisamente o que ultrapassa toda a psicologia: a sua renúncia, a sua transparência, o esquecimento de sua pessoa e dos seus limites em prol do mistério que ele transmite. O padre não irradia por si mesmo, mas, à maneira dos corpos diáfanos, pela luz que o atravessa; e a análise psicológica esquece por fatalidade essa luz muito simples para estudar nas suas minúcias a estrutura do corpo diáfano.

Fonte: "O olhar que se esquiva à luz" - Livraria Figueirinhas - Porto, 1957

sábado, 6 de novembro de 2010

Um convidado: Rafael Gambra

Resenha do livro "El silencio de Dios" - Rafael Gambra, Editorial Prensa Española, Madrid, 1968. Prólogo de Gustave Thibon.

Porque Deus se cala

Deixemos falar o próprio autor. Numa entrevista dada a propósito deste livro e publicada na revista Roca Viva, assim justifica Rafael Gambra o título do mesmo: "O título desse meu último livro faz referência ao silêncio que Cristo manteve diante de seus acusadores e diante dos que em sua vida humana lhe falaram para tentá-lo. Alude também ao silêncio com que Deus responde aos mais duros transes da vida espiritual humana, e a como o homem deve saber escutar e interpretar esse silêncio na profundidade da fé. Refere-se, enfim, à duríssima prova que para a sobrevivência da fé e da Cristandade está supondo isso que se chame hoje "experiência pós-conciliar'', à angústia daqueles que crêem hoje perder a fé ou a esperança, enquanto Deus, uma vez mais, responde com o silêncio da sua dor''.

Mostra-nos o livro como nascem as civilizações históricas, mediante uma re-ligação transcendente, isto é, sobre bases sacralizadas, e como perecem por uma dissolução interior, decorrente de lenta erosão provocada pelo racionalismo, negador daquelas bases. Neste sentido, toma como ponto de partida o duplo conceito de engagement e apprivoisement, de Saint-Exupéry, para fazer o processo, à luz dessas noções, da civilização moderna tecnocratizada e paulatinamente desumanizada. Desligado de suas bases transcendentes, o homem acaba por se tornar também desligado dos "compromissos'' que o fazem participar da vida social no seu sentido mais profundo---o comunitário---e deixa de "domesticar'' os seres dos reinos inferiores que o cercam, tornando-se um estrangeiro no seu próprio mundo. Daí o fenômeno da massificação e as concepções mecanicistas do Estado de direito do liberalismo e do totalitarismo nivelador.

Na visão realista de Aristóteles, indivíduo e sociedade são "aspectos de um só ser: o homem concreto, que é ao mesmo tempo individual e social (natureza individual com radical tendência à sociabilidade), como demonstra o fato de que nunca se conheceram homens sem viver em sociedade, nem sociedade alguma que absorva a individualidade como nos grupos de animais gregários (formigueiros, enxames)''. O abstracionismo racionalista gerou primeiro a idéia do homem fora da sociedade, de Rousseau, inspirando o constitucionalismo liberal, e depois a concepção da sociedade absorvendo os homens, característica do Estado totalitário. Tanto para o liberalismo quanto para o socialismo, a sociedade passa a ser algo de extrínseco para o homem, sendo que no caso do socialismo o Estado a constrói como "um habitáculo técnico forjado mediante a organização e a adaptação dirigidas". A organização do Estado liberal cifra-se a uma técnica de convivência das liberdades, e a do Estado totalitário consiste no planejamento dos serviços e dos seguros abrangendo tôda a via humana.

"Em face de tais concepções de fundo racionalista"---escreve Gambra--- "a autêntica reivindicação humana se expressaria num impulso que, segundo seus diversos aspectos, poderíamos chamar corporativismo, institucionalismo ou comunitarismo histórico. A ordem social não se cifraria assim em criar ou manter um poder racional e neutro que vele só pela liberdade dos indivíduos ou que os proveja de meios e seguros. Mas, pelo contrário, consistiria em recuperar mediante o compromisso e a domesticação o universo existencial de grupos e de instituições capazes de conferir sentido histórico, cordial, à vida coletiva dos homens, e ao mesmo tempo defendê-la das supercriações do Estado racionalista planificador. Assim, pôde escrever Camus num de seus últimos livros: "A verdadeira libertação do homem se apoiou sempre nas realidades mais concretas: a família, a profissão, o município, que fazem transparecer em seus limites o ser, o coração vivo das coisas e dos homens". Tal, enfim, a idéia de Saint-Exupéry, que concebe a cidade como o navio ou a mansão dos homens, "comunidade de laços, de recordações, de esperanças, onde cada passo e cada tempo tem sentido".

"Compromisso, domesticação (apprivoisement) e corporativismo histórico vêm a ser assim os correlatos dialéticos do que no século racional foram o individualismo, a atitude estética e o liberalismo".

São sempre estas as idéias que dirigem o fio das reflexões contida no presente volume: "Na entrega (compromisso) e no amor, o homem cria sua própria personalidade e seu mundo próprio. Na sua sêde ou seu fervor, e na domesticação de um mundo valioso e sagrado para êle, está o verdadeiro homem e o sentido de seus dias".

Belas páginas sôbre a "aceleração da história"---tão bem estudada por Daniel Halévy e por Marcel de Corte---e um capítulo impressionante sôbre "a jogralizaçao da fé", comentado estas palavras de João XXIII: "Não é culpado sòmente quem de modo deliberado desfigura a verdade, mas igualmente quem, para estar "em dia", a atraiçôa com uma atitude ambígua".

Em seu prólogo, Gustave Thibon assim se expressa: "Num século em que reina o conformismo do absurdo e da desordem, em que o ídolo da revolução permanente se converteu em centro de atração para os rebanhos de escravos teledirigidos, nada há de mais nôvo e mais insólito do que pregar o retôrno às fontes e defender a natureza e a tradição".

Essa pregação tem sido uma constante na vida de Rafael Gambra. Em El silencio de Dios êle a retoma, em meio à amargura da hora presente, procurando sobrepôr-se ao derrotismo e "esperar contra tôda a esperança", segundo o conselho do Apóstolo, dando um brado veemente entre os "arautos e forjadores de uma futura reconciliação do homem com a Cidade; uma Cidade renovada cujos fundamentos re-ligados sejam aceitos na humildade, no amor, e nunca mais no orgulho racionalista dos "desmitificadores" da fé".

Clama, ne cesses... Êste livro---diz ainda Thibon---é "um grito de alarma profético". A nós que não queremos fugir aos "compromissos" e ao apprivoisement, que queremos preservar a natureza e salvar os valores da tradição, cumpre-nos gritar até que a nossa voz se imponha e faça calar o linguajar bárbaro dos slogans condicionadores do pensamento teleguiado.

E um dia Deus romperá o seu silêncio.

J.P.

Fonte: Revista "Hora Presente" - Ano I - Janeiro/Fevereiro 1969 - Número 3


sexta-feira, 5 de novembro de 2010

Mito e realidade do amor

"Um só Tristão para uma só Isolda". Todo o amante julga única a sua bem-amada. É falso e é verdadeiro. O amor, como os contos de fadas, é uma mentira e uma realidade. Mentira, quando pretende aplicar-se às aparências terrestres, e realidade, como símbolo da vida espiritual e divina. Tem três graus: o sonho, que é uma aparência de aparência, depois esta aparência um pouco mais sólida do que nós chamamos o real, e enfim a verdadeira realidade, pressentida através do sonho e experimentada pela realidade imperfeita da vida quotidiana, a qual fecha o ciclo e nos põe em contacto com o eterno.

Todos os amorosos julgam possuir um ser eleito entre todos e encontrado por milagre. É estúpido, porque, não dispondo de uma escolha infinita, e impelidos por esta força assencialmente cega e anônima que é a sensualidade, são obrigados a contentar-se com o que encontram. O melhor amor, no princípio, não passa da combinação de uma necessidade e de um acaso. E o que nós amamos na bem-amada, é mais a posse do que o objecto, a consolação do que a consoladora. A própria fidelidade nada prova. Há homens de hábitos que se prendem a uma mulher, como certos amadores de vinho que só querem beber carrascão ou certos automobilistas que ficam sempre fiéis ao mesmo tipo de carro...

O amor verdadeiro começa quando a gente reconhece que o amor das criaturas não existe e que o ser "eleito" não passa de um alimento oferecido à nossa fome pelo acaso dos encontros---ou de um equívoco e uma ilusão do nosso caminhar às cegas para o absoluto. Qualquer outro teria fàcilmente ocupado o mesmo lugar, porque não há pão duro para quem tem fome e toda a madeira é boa para fazer ídolos. A revelação é dura, mas deste banho de verdade, vasto e amargo como um oceano, vê-se surgir, como uma aparição que dissipa as aparências, um novo amor da criatura que nada mais deve à necessidade, ao acaso, e a mentira; este amor é puro, porque reconheceu e se despojou de todas as medidas, invunerável, porque atravessou a morte, único, porque encontra no ser amado a imagem virgem do Deus criador. Mas antes de ressuscitar faz morrer, e é por detrás da lia do nada que se saboreia o ser.

Assim, nós não amamos um ser porque ele é único, pelo contrário, porque nós o amamos é que ele se torna único. É o amor que nos eleva à existência imutável e imortal; ele é "forte como a morte", porque, como ela, nos arranca ao tempo e às aparências. Antes de amarmos e sermos amados, não temos verdadeira existência; não passamos de uma nebulosa de possibilidades confusas e quase anónimas. O amor liberta-nos da massa informe e comum, do vão turbilhão dos átomos inseparáveis; de duas solidões faz uma. Assim, todos os blocos de mármore do mundo se assemelham mais ou menos; mas quando Miguel Ângelo escolheu um deles, ou fosse por acaso ou para esculpir o seu sonho, todos os acasos são imediatamente ultrapassados, e a forma da estátua corresponde a uma ideia única de um Deus eterno. E a matéria e a forma da obra tornam-se inseparáveis para sempre.

É precisamente o milagre do amor transformar os encontros do acaso em dons da Providência, e revelar-nos, através das provas que matam em nós tudo o que é mortal, a frágil e divina centelha de um amor irredutível a todos os denominadores comuns da matéria e do tempo. Como, sem passar pela morte, saberíamos nós que temos algo de imortal?

Fonte: "O olhar que se esquiva à luz" - Livraria Figueirinhas - Porto, 1957

quarta-feira, 3 de novembro de 2010

O sentido da história

Aos cristãos que agitam aos nossos olhos o estandarte já gasto do "plano de Deus na história" (que se traduziria por um aperfeiçoamento contínuo do homem e das estruturas da Cidade), é mister pôr esta questão central: Cristo veio para nos elevar acima do tempo ou para melhorar a nossa condição no tempo?

A resposta transluz no Evangelho, onde nunca se tratam problemas estritamente temporais: Cristo veio unicamente para nos trazer a vida eterna. Que, por via de consequência---por acréscimo, como diz na parábola das aves do céu e dos lírios dos campos---esse dom celeste guia e ajuda a nossa marcha nos caminhos da terra, é uma verdade de experiência, porque o homem que busca o absoluto e o infinito, onde existem, evita, no finito e no relativo, o que vai além da medida e que é a origem do seu pecado e da sua desgraça.

Aquele que domina o tempo é quem melhor preenche os estreitos limites que o tempo lhe impõe. O tempo não deixa de ser uma posição movediça, um ciclo fatal e monótono ao qual não se escapa senão por duas faculdades orientadas para o eterno: a inteligência e o amor. O seu movimento rotatório, que faz alternar os contrários, exclui todo o poder indefinido de criação e toda a promessa de libertação---nihil novi sub sole---nada há que seja novo debaixo do sol Os adoradores do progresso, que desconhecem esta fatalidade, assemelham-se a cativos como que enlouquecidos, que se lançam alternativamente contra as paredes da sua prisão e logo após recambiados como uma bola ao seu ponto de partida num movimento sem fim. Os Hindus chamam a esta ilusão "o transvio dos contrários".

O choque de todos os nossos desejos, desde as paixões individuais até às revoluções colectivas, a fecundidade inicial e o malogro final dos nossos esforços temporais confirmam esta lei. Péguy falava já destes "retornos que voltam ao ponto de partida" e dos "progressos mais velhos que o velho hábito".

A única superioridade sobre os nossos avós está apenas nas facilidades que temos de explorar com maior rapidez o território da nossa prisão---privilégio que aparentemente deslumbra e embriaga, mas falaz nos seus resultados, pois que nos dá com maior rapidez a consciência do nosso incurável cativeiro. O homem moderno vangloria-se das mil possibilidades que se lhe oferecem de realizar os seus desejos. Mas ignora se, porventura, a sua realização revela do mesmo passo a sua vaidade?

Quanto maior for a distância entre a sede e a concha da água, por mais tempo gozaremos do viático da ilusão. Quando o homem se arrastava penosamente dum extremo ao outro da sua caverna, e sua ignorância podia confundir a parede e a porta de saída: o finito era tão longe e difícil de atingir, que dava a impressão do infinito. Ao passo que hoje...! A redução de todas as distâncias no tempo e no espaço faz do viático da esperança um comprimido que se engole como uma pílula de farmácia.

Que resta, na alma dum homem de negócios que toma o avião para New-York, daquele arrepio interior dos companheiros de Colombo, singrando para um Ocidente fabuloso?

Enquanto o homem dirige a sua marcha para os bens que vê flutuar nos limites do sonho e do impossível, uma miragem enche de encanto sua carreira e, até mesmo, se atingir o fim almejado, um vislumbre da febre dourada da expectativa dá colorido à posse. Mas, num mundo encurtado e domesticado, em que o efeito segue a promessa como uma sombra e um eco, toda a ilusão se desvanece apenas concebida e o malogro das miragens deixa-nos sós diante dum deserto de vaidade. A vaga de niilismo e desespero que submerge hoje a alma humana, é o reflexo da vaga de optimismo temporal dos adoradores do progresso---e mais uma prova da natureza cíclica do tempo e da identidade dos contrários.

Aqueles que buscam a salvação e a libertação ao nível do tempo hão-de acusar-me de pessimismo.

Responderei que são eles que arrastam os homens ao desespero, associando seus votos a um ídolo infecundo. Sejamos claros. O tempo permanece o que é: um círculo e uma prisão. Mas nós ficamos o que somos: seres capazes de quebrar este círculo e evadir-nos desta prisão. Deixar de crer na virtude intríseca da mudança, não ligar a sua esperança às promessas do futuro, não é desesperar do homem, porque o tempo não constitui a medida interior do homem. A vida temporal tem obstáculos que nos tornam prisioneiros pelo lado inferior de nós mesmos, mas a evasão para o alto é sempre possível. Se procuramos refúgio, pela contemplação e o amor, no círculo infinito da eternidade, poderemos libertar-nos do círculo finito do tempo---a saída está aberta não a uma humanidade vaga, relegada para um futuro quimérico, mas a cada um de nós e à própria hora em que vivemos. Por que falar, pois, de pessimismo? Não há necessidade de correr após o fantasma do que virá a ser, quando nos podemos unir imediatamente à plenitude do que é. Esta plenitude todos nós a procuramos, mas é-nos dada ou recusada consoante a altitude dos nossos votos. O mito do progresso consiste em esperar do futuro uma beatitude, que as condições da existência terrestre tornam impossível, isto é, pedir ao tempo que nos liberte do tempo.

O realismo da fé consiste em nos abrirmos à vida eterna. Ora "a vida eterna está precisamente em que os homens conheçam o único verdadeiro Deus e Aquele que nos foi enviado, Jesus Cristo". E ainda está em buscar primeiro que tudo o reino de Deus e a sua justiça---que não é a justiça humana, cega e manca, mas a reconciliação luminosa do homem com a sua origem, para que se restabeleça o equilíbrio fundamental da criação e, por acréscimo, quanto as nossas enfermidades e os nossos limites o permitem, se encontre a solução dos problemas temporais que obsidiam a nossa época e que permanecem insolúveis ao nível do tempo. Até mesmo os problemas terrestres têm a sua solução no céu: a questão é posta cá na terra, mas a resposta vem do alto. De igual modo, a rota dos navios é através dos mares, mas a luz que os orienta por entre as ondas cai do farol erguido acima das vagas.

Fonte: "O olhar que se esquiva à luz" - Livraria Figueirinhas - Porto, 1957

terça-feira, 2 de novembro de 2010

Justice et miséricorde

"La nécessité, en tant qu'absolument autre que le bien, est le bien lui-même" (Simone Weil). Un théologien protestant a dit dans le même sens que "la foi est la participation à la faiblesse de Dieu dans le monde". C'est-à-dire le consentemente intérieur à un ordre où la miséricorde et la puissance n'ont aucun lien apparent entre elles. Cette pensée contredit l'éternel rêve de l'homme: cellui d'une puissance surnaturelle qui, non seulement aurait pitié de nous, mais dont la miséricorde se traduirait par des grâces, des favaeurs, voire des miracles sur le plan temporel. Le rêve d'une providence qui desserrerait pour nous l'étau de la nécessité en faisant pleuvoir dans nos mains ou dans nos âmes---c'est-à-dire au niveau de l'evénement extérieur ou intérieur---des bienfaits étrangers à l'inexorable enchaînement des effets et des causes ou sans proportion avec nos efforts pour modifier cet enchaînement.

De ce rêve, procède une infinité de prières: celle du paysan dont la récolte sèche sur pied et qui demand la pluie, celle du malade incurable qui se débat contre la mort, celle du vieillard après la ferveur d la jeunesse évanouie, celle de l'élève qui n'a pas préparé son examen et qui implore une illumination analogue au don des langues.

Contrairement au texte célèbre des Psaumes qui dénonce l'impuissance des idoles, c'est à cette confusion de la puissance et de la grâce qu'on reconnaît, à tous les degrés et sous n'importe quel nom, la présence de l'idolâtrie. ---Seigneur, ayez pitié de moi! cela signifie presque toujours: Seigneur, séparez-moi de mon destin, épargnez-moi d'être brisé par cette nécessité que vous avez crée et à laquelle vous vous êtes soumis sous les oliviers et sur la croix, faites avorter en moi la contradiction qui est la semence de Dieu dans l'homme, déchirez avant terme ce voile d'apparences qui ne doit s'ouvrir qu'à la mort, faites que le vrai me devienne vérifiable, sinon dans l'événement extérieur, du moins à la surface de la vie intérieure, dans mes sentiments, mes états d'âme: donnez à mon âme une nouvelle teinture, mais gardez-vous bien de la tuer pour qu'elle renaisse, car je ne veux pas changer d'âme, je ne veux pax d'un coeur nouveau, je veux un coer repeint, remis à neuf du dehors, tout luisant de vernis divin. Ce qui revient à dire: que votre puissance me protège contre l'appel dévorant de votre pureté; soyez pour moi l'apparence qui sauve et non la réalite qui tue.

Pour que la miséricorde soit pure, il faut qu'elle soit sans puissance et, apparemment, sans effet. J'entends sans effet sur la nécessité pour être reçue, dans sa plénitude sans limite, par la liberté. Sans effect sur la mort pour préparer la résurrection. Sinon les rapports entre l'âme et Dieu restent sur le plan de l'avoir: ce sont des rapports entre le puissant et le faible, entre le maître et l'esclave. Car Dieu est plus faible que nous en ce monde, et sa miséricorde est celle d'un être qui ne peut rien donner, comme le mot l'indique, que son coeur. C'est à lui que s'applique par excellence le mot de Nietzsche: "Je ne fais pas l'aumône, je ne suis pas assez pauvre pour cela".

On peut même interpréter dans se sens la distinction classique entre la justice et miséricorde de Dieu. Dieu est juste en tant qu'il à délégué sa puissance à inexorable nécessité: dans ce domaine, pas de faveurs, pas de passedroit; la gratuité est absent: l'effet, impitoyablement, suit la cause et chacun recuille jusqu'au bout le fruit de ses actes. "Vous ne sortirez pas d'ici que vous n'ayez payé la dernière obole..."

Mais Dieu est infiniment miséricordieux en tant qu'amour, dans son essence solitaire, hors de la création et de ses lois: "Je ne donne pas comme le monde donne." La justice est la loi de la création, la miséricorde est la loi de l'incréé. Deux lois absolumnet étrangères et irréductibles l'une à l'autre---et qui, cependant, s'identifient dans la mesure où on accepte, par respect et par amour de la seconde, d'obéir sans resriction à la première, car alors nécessité et liberté, temps et éternité, vie et mort ne s'opposent plus: "Tout est fruit pour moi de ce qu'apportent tes sainsons, ô nature!" Mais il faut subir jusqu'au bout la justice de Dieu pour rencontrer sa miséricorde.

Fonte: "L'ignorance étoilée" - Fayard

domingo, 31 de outubro de 2010

Como se esculpem as almas

Se o ser que vive mais perto de nós (uma esposa, um amigo íntimo) nos cerca constantemente de doçura, de compreensão, de paciência, de admiração, um tal clima tem o inconveniente de desenvolver perigosamente os lados medíocres ou vulgares da nossa natureza (orgulho, autoritarismo, insolência, etc.) e de deixar no estado de esboço as nossas mais altas possibilidades. Para que estas tomem forma, é preciso que em lugar de se enterrarem na argila mole de uma ternura a toda a prova, se choquem contra algo de duro e contundente. É evidentíssimo que a "boa massa" de um carácter inteiramente delicado e sensível não poderia prestar-nos este serviço: somos nós que a marcamos, não é ela que nos marca. Isto não significa que tenhamos mais interesse em viver junto dum ser absolutamente fechado e intratável: um tal contacto leva à revolta ou ao servilismo; endurece ou avilta, mas, em ambos os casos, deforma, em vez de aperfeiçoar. A questão é mais subtil. "A alma irmã", é um ser ao mesmo tempo muito próximo e muito diferente de nós, amante e fiel, mas cheio de exigências superiores, que nos impedem de adormecer numa felicidade ou numa virtude medíocre, e cuja conquista, segura na profundidade e sempre ameaçada à superfície, nos convida constantemente a superar-nos. Só um tal ser,---cortante como o diamante, mas duro e precioso como ele---pode operar em nós esta maravilhosa estrutura do carácter e do amor.

Fonte: "O olhar que se esquiva à luz" - Livraria Figueirinhas - Porto, 1957

sábado, 30 de outubro de 2010

Prólogo do livro "O olhar que se esquiva à luz"

Como falar aos homens? perguntava Saint-Exupéry, um pouco antes de entrar no silêncio eterno. É o tormento de todo o homem que escreve, não para acumular palavras nem mesmo para espalhar ideias, mas para repartir com os seus irmãos uma verdade e um amor mais vivos em si do que ele próprio. Onde estão as palavras que atingem o ser na sua origem, ou como encontrar as palavras que levam além das palavras?

E primeiramente, que é o homem? Uma coisa que pensa e que ama e, ao mesmo tempo, que vai morrer e não o ignora. Pouco importa que ele se afadigue a esquecê-lo e procure defender-se de todas as aparências da morte: os olhos da alma não se cansam como os olhos do corpo, como ele não desconhece. A sua única certeza, a única promessa que não falhará é o paradoxo duma vida cuja suprema verdade está na morte. Todos nós havemos de morrer, eu que falo e vós que me escutais---e entre nós é vã toda a palavra que não tem eco nesta última morada da alma, onde reina já a morte imortal. Entre os ruídos do mundo, só tem sentido a voz solitária que sabe despertar no homem o Deus adormecido.

* * *

Não somente o Deus que dorme, mas também o Deus que sonha, o Deus que se procura às apalpadelas entre as sombras que o escondem e as falsas claridades que o deslumbram.

Seja o que for que ele fizer, que se aferre ao passado ou corra para o futuro, que se procure ou se evada, que se abandone ou retraia, na sua virtude como no seu pecado, na sua sabedoria como na sua loucura, o homem tem apenas um fim e uma ambição: escapar às malhas do tempo e da morte, projectar-se para além de si próprio, ser algo mais do que um homem. A sua verdadeira morada é para lá do espaço, a sua pátria reside fora das fronteiras que a limitam. Mas a sua desgraça quer---e aqui jaz a causa desta perversão que nós chamamos erro, pecado ou idolatria---quer, iludido por aparências e procurando o eterno ao nível do efêmero que passa, ele se afaste ainda mais desta unidade perdida, desta perfeição entrevista em sonho.

Seria preciso mostrar aos homens de que realidade divina o seu sonho e o pressentimento e o túmulo. Fazer-lhes sentir que a fome de Deus nutre aquilo que eles julgam ser mais estranho ao divino: as suas diligências quotidianas, as suas paixões terrestres, o seu próprio materialismo, porque a matéria apenas tem valor como signo do espírito. Na realidade, toda a gente procura Deus, porquanto toda ela quer encontrar na terra aquilo que a terra não pode dar-lhes; toda a gente procura Deus, porque toda ela procura o impossível. Se a luz surge, se o despertar se produz, todos os "quiproquós" de sonho se desvanecem e todas as coisas retomam o seu verdadeiro lugar, na claridade restabelecida. Os próprios ídolos deixam de ser ídolos, tornando-se transparentes: o véu atravessado pela luz já não é um véu; a simplicidade do olhar faz desaparecer o dualismo entre o tempo e a eternidade.

* * *

Se o supremo valor do homem está para além do humano, e na aspiração, tácita ou manifesta, para o ser inefável, que um Padre da Igreja grega chama "O Além de tudo", o nosso século não parece indigno do ósculo da eternidade. Jamais, talvez, o homem se houvesse sentido tão pouco à vontade nos seus limites como hoje: como desintegrou os átomos e fez explodir nele todas as dimensões do humano, esvaziou-se de tal maneira do seu equilíbrio natural e das suas seguranças terrestres que não pode já ser retido no pendor do nada senão pelo contrapeso do absoluto. O grande signo do nosso tempo é a revelação da inanidade dos compromissos, das meias medidas, das virtudes utilitárias e ornamentais. O dilema: Deus ou nada, não se apresenta já como um tema de dissertação filosófica ou rasgo oratório; penetrou até a medula da nossa carne e da nossa alma, pôs-se com a urgência de uma manobra de salvamento a bordo de um navio em perigo.

Esta manobra é tão simples que desafia todas as palavras. Basta abrir os olhos até a alma e deixar-se penetrar pela evidência. Eu não trago para aqui nenhuma receita nova, nenhuma fórmula original na arte da salvação: pobre, na realidade, de tudo o que falta ao homem, e rico em potência do bem infinito que Deus oferece a todos, não me exceptuo da miséria comum, nem da comum esperança, e não sinto em mim qualquer privilégio para revelar aos outros o segredo que eles trazem consigo: a minha única ambição é convidar aqueles que me lerem a fazer coincidir o seu olhar com a gota de luz eterna que é o vestígio e o germe de Deus no homem. Porque a morte---o único futuro isento de mentira---nos espera, seguindo a altitude dos nossos votos e esperanças como uma nova ou como um algoz, e de todos os movimentos da nossa alma, nada subsistirá além da nossa participação naquilo que, não tendo origem no tempo, não morrerá com ele. Cronos não devora senão os seus próprios filhos.

Este cuidado do bem nu e transcendente tornou-me, porventura, por vezes, nimiamente severo para com certos valores temporais que correspondem a indiscutíveis necessidades, mas que a idolatria dos homens transforma incessantemente em refúgios contra o infinito. Quero falar não sòmente dos inumeráveis compromissos morais e sociais, mas também de todas as virtudes humanas que não ocultam no fundo delas próprias não sei que amargura de exílio e o germe do poder de se ultrapassarem. E que dizer, então, dos ídolos que pertencem especialmente ao nosso século e que captam a seiva religiosa ainda mais perto das raízes: o conformismo do não conformismo que faz da revolta uma escravidão e da evasão um cárcere, o mito do progresso e do "sentido da história" que afoga a eternidade nas vagas do tempo, o mito do social que é a negação e a máscara da caridade?

Regozijava-me há pouco de ver o homem bastante despojado de si mesmo para só ter recursos em Deus. Mas outras vezes pergunto-me se ainda lhe resta bastante substância humana para que o divino possa enxertar-se nele. A violação generalizada dos ritmos da natureza e da vida, a extinção progressiva das diferenças e hierarquias, o indivíduo transformado em grão de areia e a sociedade em deserto; a sabedoria substituída pela instrução, o pensamento pela ideologia, a informação pela propaganda, a glória pela publicidade, os costumes pelas modas, os princípios por receitas, as raízes por varas; o esquecimento do passado a esterilizar o futuro; a perda do pudor e do sentimento do sagrado; a máquina sobrepondo-se à alma e modelando-a à sua imagem---todos estes fenómenos de erosão espiritual aliados ao orgulho prometeano das nossas conquistas materiais não nos farão correr o risco de sermos conduzidos até este grau de esgotamento nas coisas vitais e de suficiência no artífice, acima do qual a piedade de Deus assiste, impotente, às decadências do homem?

Mistral, num clarão profético, fala algures de empolas que se enchem e de peitos que se esvaziam. A expressão diz tudo. Diante destas multidões humanas arrancadas ao seio maternal da natureza, e que, alimentadas de fumo, perderam até o desejo dos verdadeiros alimentos, volto-me com uma nostalgia angustiante para a saúde biológica, para as virtudes elementares, para as tradições experimentadas---tudo o que representa a vida, mesmo debaixo das suas formas mais inferiores---esta vida que a graça quebra e transforma, mas da qual tem necessidade, como o lavrador precisa da terra que ele atormenta, a fim de lhe confiar a semente. A "degradação vivo em mecânico", de que falava Bergson, vemo-la cumprir-se sob o nosso olhar com uma amplidão e uma rapidez que mais relevam da mecânica do que da vida: ela triunfa na elaboração deste tipo de humanidade anónima, feito de imaginação passiva e inteligência desincarnada, que nós chamamos o homem das multidões---aquelas multidões no seio das quais os indivíduos que não se assemelham a coisa alguma se parecem todos uns com os outros. Cada época produz obras que são o reflexo da sua alma: nós vivemos na nossa o estádio da máquina de pensar. Não seria, para os psicotécnicos e especialistas da "violação das multidões" o ideal protótipo da humanidade futura? Ora, Deus é a vida---e o vivo enxerta-se no vivo e não sobre o mecânico.

* * *

Quando falo do divino e do transcendente, estas palavras evocam, para mim, não uma categoria do pensamento ou uma aspiração da alma, mas um ser tão real como inefável: o Deus cristão, o Deus católico.

Que o facto de eu pertencer à Igreja visível não se manifeste sempre muito claramente nos meus escritos, esta censura, que por vezes me tem sido feita, não é inteiramente injustificada: não se trata em todo o caso de respeito humano nem de tibieza, mas de não sei que pudor na fé que desejaria fazer adivinhar a alma da Igreja antes de desvendar-lhe o corpo. Deus me livre, além disso, de os separar um do outro! Tenho pela armadura social e oficial da Igreja todo o respeito que se deve às coisas necessárias ao suporte das coisas perfeitas. Não reverencio as aparências exteriores que revestem e designam uma tão bela realidade. Mas, enfim, neste corpo místico de Cristo que nenhum de nós pode abraçar na sua extensão, nem penetrar na sua profundeza, é permitido preferir o sangue ao esqueleto e a carne à vestidura. E eu relembro ainda uma vez que preferência não significa exclusão...

Nada em mim tem a pretensão de representar a Igreja. Quando muito, posso desejar servi-la, e o mais indirecta e invisivelmente possível. A minha linguagem não é a do teólogo, nem a do moralista; não é a mim que incumbe traçar os limites do aprisco nem do campo de pastagem do rebanho de Cristo, e os meus votos seriam ouvidos, se, aquém e além do aprisco, algumas ovelhas pudessem encontrar na minha voz um eco logínquo, mas não infiel, do amor e da esperança do Pastor divino.

A Igreja militante tem os seus quadros oficiais e o seu exército regular. Mas possui também os seus voluntários, os quais guerreiam nas fronteiras, e às vezes até mesmo para lá das fronteiras. Não se servem das mesmas armas de que os soldados se servem, nem falam sempre a mesma linguagem que eles falam. Basta que tenham a mesma fé e o mesmo amor. E Deus reconhecerá os seus, com uniforme ou sem uniforme.

A tentação que espera os voluntários é da indisciplina e do individualismo. A que ameaça as tropas regulares é a queda num conformismo, em que o social tem maior parte do que o divino. Mas, quem escolheu o seu caminho, escolhe também os riscos que deverá vencer...

* * *

Seria engraçado que um filósofo da transcendência recusasse ser transcendente. O meu desejo é menos trazer um ensinamento do que suscitar um diálogo. Não sou daqueles "mestres do pensamento" cuja autoridade, repelindo toda a discussão, impõe o seu jugo e os seus limites ao pensamento dos outros. Se eu ambicionasse uma cátedra, seria a que ensina a pensar. E não necessàriamente no sentido em que eu próprio penso. Prefiro uma contradição viva a uma aprovação morta. "Não se tem grande reconhecimento por um mestre, quando se ficou sempre discípulo", dizia Nietzsche, com a suprema humildade do orgulho, aterrado pela verdade inacessível. As ortodoxias privadas inspiram-me tanto temor como piedade: elas traem primeiro, congelando o que deve ser uma nascente, o pensamento a que se agarra a sua fidelidade servil. Mais me interessa ser ultrapassado do que seguido. A verdadeira influência não consiste em modelar por fora o espírito de outrem à nossa imagem, mas em despertar nele o artista latente que esculpirá do interior uma estátua imprevisível ao nosso pensamento e talvez estranha aos nossos interesses.

* * *

Sabe-se, desde Sócrates, que a filosofia é a aprendizagem da morte. Esta perspectiva só parecerá fúnebre àqueles que vêem as coisas ao inverso. Se a morte amadurecesse nas almas como amadurece nos corpos, iríamos para ela como a flor se abre à luz, e a vida deste mundo, londe de ser ensombrada pela sua aproximação, mergulharia já num brilho transfigurador, porque as coisas do tempo são permeáveis à eternidade de Deus, que está simultâneamente para além de tudo e é presente a tudo. Não me cansarei jamais de citar uma das expressões mais salvadoras que têm sido proferidas pelos lábios humanos: a de Santa Catarina de Sena, respondendo a alguém que se queixava de ser esmagado por tarefas temporais: "Somos nós que as tornamos temporais, porque tudo procede da bondade divina". Na verdade, o conflito entre a terra e o céu apenas existe ao nível da nossa cegueira. Não é a luz que falta ao nosso olhar, é o nosso olhar que falta à luz. Felizes os corações puros, porque eles verão a Deus. E vê-lo-ão por toda a parte, pois está em toda a parte. As coisas do tempo apresentam-se-nos primeiramente como uma ilusão e uma prova: dissipada a ilusão, vencida a prova, logo elas nos revelam o seu lado eterno, o seu sentido divino. O mundo encontra na alma dos santos a unidade sagrada da sua origem. Deus reina nesta unidade, segundo a palavra do Evangelho, tanto na terra como no céu, Fora desta redenção, a existência temporal é apenas passatempo absurdo e fastio mortal. Tal é o sentido da frase que conclui e resume este livro: Tudo o que não é eternidade encontrada, é tempo perdido.

30 de março de 1957
Saint-Marcel-d'Ardèche.


Fonte: "O olhar que se esquiva à luz" - Livraria Figueirinhas - Porto, 1957
Tradutor: Pe. Joaquim Tomás
Título original em francês: "Notre regard qui manque a la lumière"

quinta-feira, 28 de outubro de 2010

Los sepulcros ennegrecidos

Se dice que la literatura de imaginación (novelas y obras de teatro) refleja las costumbres y la mentalidad de una época. Quiero creer que esta opinión es exagerada: si no, viviríamos en el período más desolador de la historia. Pues he aquí que desde hace al menos un cuarto de siglo, la mayoría de las obras literarias se presentan bajo el signo de la asfixia y de la náusea.

Termino la lectura de dos o tres recientes bestsellers. A cada página nos hundimos en el más tenebroso pesimismo. Uno de esos libros---redactado en forma autobiográfica---nos cuenta las miserables experiencias de un individuo, hastiado de todo y de sí mismo, que describe su boca---vista en el espejo al afeitarse---como una abertura grotesta y maloliente, y que para lo más que sirve es para meter en ella el cañon de un revólver. Y todo lo demás, por el estilo.

No nos inquietemos. El autor se librará de esta desesperación al dejar de escribir: aún mejor, la convertirá en éxito y en dinero. Y los periódicos hablarán durante largo tiempo de sus libros y publicarán su fotografía---la de una cara con rasgos tranquilos y sonrientes---antes de anunciar su suicidio.

Ha habido muchas burlas de la literatura llamada "edificante", con su visión unilateral y prefabricada de la existencia, donde sólo florecen los buenos sentimientos y donde la virtud siempre es recompensada. Se vuelve a encontrar el mismo prejuicio y las mismas convenciones en la literatura disolvente, casi con la única diferencia de que sustituye la visión rosa por la negra y el almíbar por el vinagre. Pero el vinagre es tan artificial, tan químicamente elaborado como el almíbar.

Se diría que todos estos autores se han puesto de acuerdo para persuadirnos de que la vida no es más que un tejido de vulgaridades y de impurezas. Pienso el en viejo método Coué, de moda a principios de siglo, que consistía en repetirse de la mañana a la noche, para recobrar la salud y la felicidad: todo va bien, todo va muy bien, todo va cada vez mejor. Nuestros "desesperados" literatos parecen practicar, en sentido inverso, la misma autosugestión: todo va mal, todo va muy mal, todo va de mal en peor. ¡Como si la vida no tuviera bastantes pruebas reales y necesitásemos de quienes nos impulsen por la pensiente de la amargura y del abatimiento!

Pero, repito, todo ese pesimismo no es más que pacotilla verbal, reservada para la exhibición y la exportación. Antes, la hipocresía consistía en parecer mejor de lo que se era; hoy consiste en parecer peor. Cristo trataba de "sepulcro blanqueados" a los fariseos que esgrimían falsas virtudes. Ante la afectación y la puja que hace estragos actualmente en la exhibición de los bajos fondos del ser humano, se nos viene a la cabeza la expresión sepulcro ennegrecido.

Se me dirá que confundo moral y literatura, que un escritor, incluso si presenta su obra bajo la forma de una confesión personal, no está obligado a experimentar los sentimientos que expresa y que todo lo que se le pide, exactamente como al actor en el escenario, es representar bien el papel que ha escogido, es decir, dar la ilusión de la verdad. Y que esta constatación elemental debe ser suficiente para inmunizar a sus lectores contra una desesperación ostentada tan complacientemente, pues una enfermedad fingida no puede ser contagiosa.

Es este último argumento lo que yo niego. Si resulta demasiado evidente que, en el plano material, no se puede comunicar más que lo que realmente se posee (por ejemplo, si simulo tener cólera, no lo contagiaré a nadie), en el orden espiritual, por el contrario, la ficción puede engendrar la realidad. Y en cualquier sentido: se cita el caso del célebre predicador quien, según su propria confesión, nunca hizo tantas conversiones como después de haber perdido la fe. La desesperación literaria tiene a veces los mismos efectos. A fuerza de ennegrecer el cuadro de la existencia, también se puede ennegrecer, es decir, terminar por desmoralizar a seres débiles o demasiado receptivos, sobre todo a jóvenes todavía no vacunados, por la prueba de la realidad, contra los sortilegios de la literatura. Podría citar algunos casos de suicidio provocados por la lectura de obras cuyos autores murieron ciertamente en su cama tras una larga y brillante carreta de ilusionistas. Es en terreno donde los simuladores llegan a desencadenar verdaderas epidemias.

No niego a los escritores el derecho a pintar el lado sombrío del destino. Sólo hago ver que abusan de ese derecho. Siendo la vida una mezcla de proporciones variables de bien y de mal, donde se mezclan motivos de esperanza y de desesperación, es una ofensa a la realidad el reducirla a su aspecto negativo. Dirigiéndose a los pesimistas de su época, Hugo escribía:

Vous voyes l'ombre, et moi je contemple les astres;
Chacun a sa façon de regarder la nuit...
("Veis la sombra y yo contemplo los astros;
cada uno tiene su manera de mirar la noche...")

Yo, por mi cuenta, encuentro que la noche en que andamos es ya suficientemente espesa como para que sea necesario añadir la niebla de un pesimismo ficticio que, al quitar a las tinieblas su nitidez, nos impida ver los astros y guiarnos por su luz.

Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva, 2005

segunda-feira, 11 de outubro de 2010

La moral y las costumbres (III) - Final

El hombre, para vivir como hombre, necesita la armonía entre la moral y las costumbres. Las costumbres están hechas para ser coronadas por la moral; la moral está hecha para encarnarse en las costumbres. El pecado moral, en principio libremente elegido, se infiltra más pronto o más tarde en las costumbres y las pudre: desde el Renacimiento asistimos a esa penetración del pecado en la necesidad, a esa lenta degradación del mal moral en físico. Recíprocamente, el humanismo de las costumbres recae sobre la moral: la virtud que ya no se apoya sobre la salud de los instintos y sobre la de las instituciones, se desvía de su cauce natural y cae, como los nervios mal cuidados, en una debilidad irritable...

La crisis moral que todo el mundo rivaliza hoy en denunciar es sobre todo una crisis de costumbres. El pecado emigra cada vez más lejos de su lugar propio (la conciencia y la liberdad individuales) para instalarse, de una parte, en el dominio de la vida colectiva (regímenes políticos y climas sociales malsanos), y de otra, en el de la vida inconsciente y casi orgánica (nervios desquiciados, instintos pervertidos, etc.) La zona del mal propiamente moral se recorta progresivamente, de modo que el moralista ya no sabe muy bien dónde termina su terreno y dónde comienza el del hombre de estado o el del médico. No ignoro que una tal desviación de las costumbres constituye un ambiente ideal para la eclosión de vocaciones heroicas: por reacción, hace surgir seres cuya pureza moral remonta la corriente de las costumbres y crea una nueva salud fundada totalmente en la conciencia y en el amor, mantenida a fuerza de espíritu. Piénsese, por ejemplo, en qué atmósfera social se encuentra colocado hoy día el deber elemental de la procreación y qué trágicos obstáculos tiene a veces que vencer. Pero un estado de cosas que tiende, por así decirlo, a hacer depender la salud de la santidad, ofrece grandes peligros (ya hemos visto cuáles); en todo caso, exige una fuerza y una grandeza de alma que no están al alcance del término medio de la humanidad. Todo sistema social que contibuye a hacer necesarias a la mayoría de los hombres, en la conducta ordinaria de su vida, virtudes esencialmente aristocráticas, resulta malsano. En cuanto a la pseudodemocracia surgida del espíritu del 89, añade el absurdo al daño: fundada teóricamente sobre la justicia y el amor a las masas, acaba imponiendo prácticamente a los individuos de esas pobres masas, si quieren cumplir su humilde deber, un heroísmo que apenas sería razonable pedir al pusillus grex evangélico. Si se busca la razón secreta de la temeridad aterradora con la que los espíritus revolucionarios transtornan tradiciones y costumbres que han sido ya probadas, la encontraremos en esa ilusión "angélica" de que la moralidad puede y debe bastar a suplir las costumbres destruídas. Pero no hay peor crimen social que el querer forzar a las masas a la santidad...

El moralista, situado en el centro de un desconcierto de costumbres inédito en la Historia, tiene que desconfiar más que nunca de las construcciones ideales, de los sistemas universales, de la embriaguez de la palabras y de los sueños. Ya se ha cultivado demasiado tiempo el eretismo moral: lo que hoy necesitamos es una moral motriz. Después de tantos estériles excesos intelectuales y afectivos, ya es tiempo de enseñar a los hombres a hacer llegar hasta sus actos el ideal de su alma y la emociones de su corazón. Hay que encarnar humildemente, pacientemente, la verdad humana; hay que darle un cuerpo y una realidad en la vida de cada uno y en la vida de todos. El más noble ideal sólo tiene sentido en la medida en que engendra ese pobre esfuerzo carnal y sangrante. Han sido removidas las bases más elementales de la naturaleza humana: hay que reconstruir al hombre entero. Para esto no basta con predicar, a todos y a ninguno, desde la cúpula del edificio vacilante; es preciso bajar y reparar piedra a piedra sus cimientos amenazados.

La tarea más urgente de la moral consiste, pues, ahora en restaurar las costumbres. Es insuficiente predicar a las almas la salud moral si no se presta atención al ambiente que las hace enfermar. Y esto planea problemas biológicos, económicos, políticos, que no tenemos derecho a eludir. El moralista no puede ya aislarse en su ciencia... ¿Es esto decir que la moral es hoy inútil, como quiere insinuar cierto falso realismo? Por el contrario, necesita ser tanto más pura, más profunda y más delicada cuanto menos sólidas son sus raíces. En otro tiempo, el moralista y el apóstol podían permitirse el lujo de no ocuparse más que de las cosas del espíritu y de la libertad: entonces no había que inquietarse de las bases físicas del impulso moral ni de un clima social que no por ser a veces muy rudo, dejaba de ser saludable en su esencia. Hoy día, la moral más elevada debe aprender a inclinarse sobre las más humildes realidades; es preciso que siga al mal hasta el punto extremo de su encarnación en las costumbres, porque es de ahí de donde debe partir el remedio. Todos los tratamientos locales---trátase de sermones morales, de sistemas políticos o de planes económicos---resultan, tomados por separado, más deficientes que nunca. La curación de la humanidad exige una ciencia total y un amor total de la humanidad.

quinta-feira, 7 de outubro de 2010

La moral y las costumbres (II)

Lo que yo llamo aquí costumbres (esas costumbres cuya regresión denuncio) es, en suma, la moral vivida más bien que representada, la moral disuelta en la necesidad física; es, en el orden del sentimiento y de la acción, un "don" tan gratuito y tan natural como la salud en el orden del cuerpo, y constituye una especie de prolongación de esta última. Se comprende que esta salud, relativa a comportamientos muy simples, de finalidad generalmente extrapersonal y encaminados a asegurar la continuidad familiar y social, puede dejar espacio, en el orden de las superestructuras individuales, a muchas inmoralidades: así se explican los "pecados" de tantas gentes biológicamente y socialmente sanas. Lo que yo llamo moral (esa moral cuyos progresos señalo) es la moral representada y sentida más bien que vivida y realizada, la moral fuente de emoción y de ideal más bien que de acción. Se comprende también que esta moral pueda coexistir con una profunda descomposición de las subestructuras afectivas. El carácter de Jean-Jacques Rousseau nos ofrece un ejemplo magnífico de esta mezcla de moralismo exasperado y de costumbres podridas. Al nacimiento de cada uno de sus hijos repasa en su pensamiento y en su corazón "las leyes de la naturaleza, de la justicia y de la razón, y las de esa religión pura, santa, eterna como su autor", etc; y esta orgía de alta moral desemboca en el abandono de todos sus hijos. Un hombre normal no piensa en nada de todo esto, pero cría a los suyos...

La unión en el mismo individuo de un fuerte ideal moral y de costumbres decadentes constituye un terrible peligro social. La ausencia de salud en los hábitos profundos y los reflejos vitales confiere al ideal moral un no sé qué de irreal y de mórbido que le hace maléfico para la naturaleza del hombre. Los pecados de idealismo, de angelismo, que están en la base de las grandes convulsiones culturales y politicas de los tiempos modernos, se derivan en gran parte de ahí. Unida a sanas costumbres, la alta moralidad hace los santos; unida a costumbres decadentes, produce utopistas y revolucionarios. Rousseau y Robespierre fueron seres constatemente estremecidos de emoción moral: la predicación de la virtud era en ellos como una especie de grito de agonía, de canto de cisne, de las costumbres. La virtud que no está equilibrada por buenas costumbres, está siempre amenazada de ser presa de un ideal quimérico y, por ello mismo, destructor. No es pequeño beneficio de las sanas costumbres el de impedir a la moral que divague.

* * *

Otro escollo (aunque estrechamente ligado a los que ya hemos señalado) de la moralidad sin costumbres es conducir, sucesivamente o simultáneamente, a una indignación impura contra el mal y a un consentimiento impuro en el mal.

La "moral sin costumbres", ya lo hemos dicho, no está encarnada. El decadente tiene a menudo hambre de virtud, pero esta hambre no encuentra alimento en el interior de sí mismo. Entonces lo busca fuera. Hombres como Rousseau tienen un ideal, pero este ideal no ha descendido jamás de su cerebro: no encuentra en su ser íntimo, en su naturaleza profunda, nada de que alimentarse para tomar cuerpo. Pero ellos no insisten por ese lado: eso les llevaría demasiado lejos. Prefieren reclamar al mundo exterior la sustancia de esa virtud, de la que en sí mismos sólo encuentran el deseo. Piden al mundo exterior que encarne su ideal; quieren forzar a la sociedad a que sirva de coartada a su impotencia; necesitan ver sin cesar a su alrededor lo que ellos son incapaces de vivir dentro de sí. Y cuando el mundo exterior falta a esa misión, ¡qué rencor indignado, qué gritos histéricos contra el mal! Los seres profundamente virtuosos---los que realizam interiormente su ideal---son mucho menos sensibles---me refiero a esa sensibilidad cargada de amargura y de irritación---a la mentira y a la injusticia del mundo. Sienten en su alma y en el Dios que la llena fuerza y verdad eternas suficientes para soportar, con corazón triste pero sereno, el mal que corroe al mundo. Saben, con ciencia viva, que la justicia dirá la última palabra, y esto suprime muchos escándalos. Pero aquellos que con tales crispaciones de impaciencia reclaman el triunfo de su Dios, muestran con ello que no están muy seguros de ese triunfo. Más esclavos aún que los demás del mundo y del siglo, necesitan, para no desesperar de su ideal, verle triunfar en este mundo y en este siglo, y su celo es tanto más amargo y más febril cuanto más profundo es su vacío interior. Así, Rousseau, padre indigno, concede recompensas a las mujeres que crían por sí mismas a sus hijos y abruma a los educadores con consejos irrealizables. Exige a los demás lo impossible, por lo mismo que él es incapaz de levantar un dedo: así crea un término medio. Las utopias morales y sociales más devoradoras nacen de esos decadentes que reúnen, según la frase de Montaigne, "opiniones supercelestes con costumbres subterráneas...".

Pero este dualismo agudo entre la moral y las costumbres, ese estado de fiebre, de tensión, inherente a las virtudes mal encarnadas, no puede mantenerse mucho tiempo. La unidad rota intenta restablecerse por la confusión. Cuando el ideal es incapaz de encarnarse, es la carne lo que se idealiza, y surge un nuevo tipo de decadencia: el de los seres corrompidos que divinizan su propria corrupción. Se crea una nueva "moral"que justifica teóricamente el amoralismo fundamental de las costumbres enfermas: Icaro caído goza de ese reposo en el fango destinado a los que se han dejado tentar de lo imposible. La decadencia de las costumbres produce en su primera fase un moralismo rígido y exaltado; en su segunda fase, un inmoralismo erigido en dogma; más pronto o más tarde, engendra siempre la peor moral.

Este dualismo y esta confusión coexisten en general en los mismos hombres y en las mismas doctrinas. Mezcla de purismo y de relajación, es el gran estigma de todas las morales de tipo maniqueo. Un Rousseau, un Gide censuran, con refinamientos sobrehumanos de pureza, ciertos males casi inherentes a la condición humana y, al mismo tiempo, acogen y glorifican los peores desórdenes. Apuntan simultaneamente más alto que el hombre y más bajo que el animal: su moral está hecha de vana rebelión contra la necesidad y de abyecta abdicación ante el desorden. Se concreta en el atractivo combinado de lo imposible y del fango.

Continua ...

terça-feira, 5 de outubro de 2010

La moral y las costumbres (I)

No existe espectáculo más angustioso que el de la creciente discrepancia entre la moralidad y las costumbres de los hombres.

Entendámonos, ante todo, sobre el sentido de las palabras. Llamo costumbres a lo que en la conducta de los hombres procede de una necesidad inconsciente, es decir, a lo que se hace por instinto, por tradición, por adaptación espontánea al medio social... Llamo moral a lo que procede de la afectividad especificamente consciente. Para tener costumbres no es necesario comulgar conscientemente con un ideal; para tener moral, sí que lo es. Se puede hablar de costumbres referiéndose a los animales, pero no se puede hablar de moralidad más que refiriéndose a los hombres.

Tomemos dos casos extremos. En primer lugar, um viejo labrador, avaro y tortuoso, siempre dispuesto a enganãr a sus semejantes en una compra o en una venta, pero al mismo tiempo apegado al terruño familiar y padre de una numerosa familia a la que cuida con abnegación. Este hombre "carece de moral", pero tiene buenas costumbres. En segundo lugar, supongamos un modesto burgués desvitalizado, muy escrupuloso y muy digno en su conducta, muy noble en su ideal de justicia universal y que, por debilidad, por cobardía inconsciente y espontánea ante la vida, se abstiene voluntariamente de tener hijos. Puede ser que la moral de este hombre sea más pura que la del primero; pero no por ello sus costumbres dejan de ser corrompidas.

En todo humano hay un lado físico---tomo esta palabra en el sentido muy amplio de ontológico---y un lado moral. Un acto moralmente malo puede ser físicamente bueno; en otros términos, puede reposar sobre sanas bases vitales, ser la expresión de una pureza, de una espontaneidad natural. Así, un ejercicio ilícito de la sexualidad, un movimiento de violencia que desemboca en un homicidio, pueden proceder de faculdades perfectamente sanas en su orden. El desorden reside aquí en la ilegitimidad moral y social de estos actos. A la inversa, un acto moralmente puro puede ser físicamente impuro. El hombre desvitalizado de que ha hablado más arriba puede, por razones morales, decidirse a tener hijos: su conducta será entonces muy noble, quizá heroica: pero de todos modos carecerá de sanas bases naturales, no tendrá verdaderas raíces en la necesidad.

Esta distinción entre la moralidad y las costumbres nos permitirá comparar sanamente el estado actual y el estado pasado de la humanidad. Cuando los conservadores, los laudatores temporis acti, lamentan la decadencia moral de los hombres, los partidarios del "progreso" no dejan de recordarles las sombras terribles del pasado, el largo cortejo de crueldades, de exacciones, de orgías que se desarrolla a través de los siglos pasados. Conclusión: más vale, a pesar de todo, vivir en nuestro tiempo; los hombres son más justos y más apacibles. Distingamos. Si comparamos épocas como la Edad Media con el período actual llegamos a esta conclusión: desde el punto de vista de las costumbres, la humanidad está en plena decadencia; desde el punto de vista de la moralidad (al menos como disposición emotiva y como ideal universal), progresa indudablemente.

Nuestro antepasados tenían menos moral que nosotros, pero tenían mejores costumbres; nosotros tenemos más moral y menos costumbres. No es necesario, por lo demás, remontarse a la Edad Media para establecer esta comparación. Los labradores de hace cien años eran en conjunto más duros, más cazurros, más mezquinos y más pleitistas que los labradores de hoy; eran menos propicios a la moral y al amor, que es su base. Sus nietos tienen el corazón más sensible y el espíritu más amplio; las disputas, los pleitos, los engaños son hoy más raros en la aldea. Pero aquellos viejos campesinos poseían, a pesar de la estrechez casi "inmoral" de sus almas, un profundo capital de tradiciones religiosas y morales y de prudencia instintiva: sus hijos han dilapidado este capital. Aquéllos formaban cuerpo, personal y hereditariamente, con la tierra que cultivaban, y representaban así un papel orgánico en la comunidad: sus hijos, arrancados al suelo natal, sólo aspiran a convertirse en funcionarios anónimos y parásitos. Aquéllos eran a veces brutales con sus hijos, pero tenían hijo; éstos rodean a los suyos de mayor ternura y de más cuidados, pero apenas si los tienen ya. Peor aún---y esto nos permite medir la amplitud mostruosa del divorcio entre la sensibilidad moral y las costumbres profundas---: precisamente en este país de Francia, en que la mayoria de los hombres se han hecho tan apacibles, tan humanos y, en particular, tan cariñosos con sus hijos y tan incapaces de verles sufrir, se cuentan como poco 500.000 abortos por año: es decir, 500.000 niños asesinados. Por una parte, se mima a los hijos; por la otra, se les mata. La misma mano que machaca a los inocentes es la que les corrompe a fuerza de caricias. Es preciso que unos mueran para que los otros sean mejor cuidados y más adorados: se hacen sacrificios humanos a estos pequeños dioses. He conocido a una persona que había matado cuatro hijos en su seno (no por malicia, sino por debilidad, por falta de instintos sólidos y de encuadramiento social), y que encontraba mostruoso que se pudiera pegar a un niño para corregirle. El constraste entre el niño asesinado y el niño mimado puede darnos la medida de la discrepancia entre la sensibilidad afectiva y los hábitos profundos.

Por no estar encarnada en sanas costumbres esta moralidad está esencialmente afectada de impotencia. Hecha de intelectualismo abstracto y de emotivida superficial (¿no fué Rousseau quien quería sentar las bases de una moral sensitiva?), no va más allá de la sensación inmediata o del inaccesible. Es a la vez terriblemente présbita y terriblemente miope: mira con un ojo a una estrella quimérica que no bajará jamás a la tierra, y con el otro---con el que dirige la acción concreta---no ve más que el fruto que puede cogerse hoy mismo. Los hombres poseían en otro tiempo profundos instintos biológicos y colectivos que les hacían servir sin saberlo al bien de la especie y al bien de la comunidad; veían lejos sin darse cuenta de ello, y su humilde esfuerzo personal, captado por una finalidad superior, a la cual ellos se adaptaban espontáneamente, contribuía a la edificación armoniosa de la sociedad y del porvenir. La gran ventaja de las costumbres sanas es hacer fáciles y naturales cosas muy difíciles para la moralidad pura del individuo aislado. La decadencia de las costumbres ha aislado, atomizado, a los individuos. Hoy sería preciso que cada hombre supliese con su flaca voluntad y con su sensibilidad fugaz las corrientes profundas surgidas del alma animal y del alma colectiva. Esto no es posible más que para algunas almas grandes. Las otras caen fatalmente en el culto exclusivo del interés o del amor sensible e inmediato. El hombre atomizado tiene horror a todo lo que es penoso y, sobre todo, a lo que es lejano. No se tiene hijos: no se percibe el posible al que se mata, pero el reposo que se consigue se percibe muy bien; no se reprende a los que se tienen: el bien que con ello se les haría es demasiado lejano, no es sensible; pero sus lágrimas y sus caricias sí que lo son... Los jóvenes campesinos se precipitan en masa hacia lo funcionarismo. ¿Como podría la visión de un lejano desastre colectivo contrarrestar en ellos la atracción de la seguridad inmediata? ¿Era la "conciencia" de los indivíduos lo que ataba a sus antepasados a la tierra, o eran los instintos y las instituciones?

Esta religión de la facilidad, surgida del agotamiento de las costumbres, ha dado también resultados positivos. Ha hecho desaarrollarse virtudes que, aunque nutridas de debilidad, no se confunden con la debilidad. Los hombres están demasiado "sensibilizados", necesitan demasiado la ayuda y la estima de sus semejantes1 para no repudiar espontáneamente los actos de egoísmo o de odio que exigen un gran desgaste de fuerzas. En nuestros campos, por ejemplo, apenas existen ya pleitos; nadie prosigue ya venganzas a largo plazo, y las gentes, que se envidian y se calumnian más que nunca, no disputan ya cara a cara. Ni aun para el mal se sabe ya arriesgarse y esforzarse.

Desde el punto de vista estrictamente moral, la decadencia de las costumbres no hace a los hombres ni mejores ni peores: solamente tiende a suprimir las manifestaciones lejanas y difíciles tanto del egoísmo como del amor.

[1] Esto no es una paradoja: los hombres tienen tanta más necesidad de sus prójimos cuanto más hondamente separados de ellos están. Quien lleva en sí una profunda reserva de vida colectiva es más capaz de vivir apartado de sus semejantes y de luchar contra ellos. Nuestros antepasados estaban mejor armados que nosotros por la naturaleza para la profundidad y la tenacidad en el mal específicamente moral.

Continua ...

Fonte: "Diagnósticos de fisiológia social" - Madrid: Nacional, 1958

sexta-feira, 24 de setembro de 2010

Igualitarismo y funcionarismo o el mito del paso a nivel

Tanto en el ordem económico como en el orden social, el liberalismo absoluto es una monstruosidad. Ciertamente, las desigualdades sociales tienen un fundamento natural, pero determinar su expansión y sus relaciones no corresponde sólo a la naturaleza. El libre juego de intereses y apetitos no ha engendrado jamás otra cosa que terribles desórdenes. Aquí, como en todo lo que es humano, la "bondadosa naturaleza" no se basta a sí misma; ha de ser a la vez respectada y perfeccionada, y a la inteligencia y a la voluntad humana (al poder político en nuestro caso) incumbe la tarea de coordinar y de controlar las desigualdades engendradas por la natureza.

La tarea es ardua. Hay que intervenir sin herir; organizar sin destruir. Frente a las desigualdades naturales entre los hombres, acechan a los poderes públicos dos aberraciones opuestas: la primera consiste en abandonar la naturaleza a sí misma; es la antigua concepción del liberalismo: laissez faire, laissez passer: el azar lo hará mejor que nosotros; la segunda consiste en levantarse contra la raíz misma de la desigualdad y proceder a una refundición general de la naturaleza: éste es el ideal del estatismo socialista. La una vale tanto como la otra; la una trae consigo la otra. El estatismo sigue implacablemente al liberalismo absoluto1. Cuando las desigualdades sanas y necesarias en principio, pero abandonadas a todas las corrupciones del azar y del egoísmo, se envenenam y en lugar de completar-se se oponen en detrimento del conjunto, la salvación, en apariencia, reside en suprimirlas. Por muy precioso que nos sea un órgano, si la anarquía cancerosa se instala en él, no queda más que un remedio: la extirpación. Trágico remedio, en verdad, que roza y precede a la muerte. Más habría valido saber preservar para no tener necesidad de destruir. Es tan insensato --- en todo asunto humano, y sobre todo en materia social --- abandonar la naturaleza a si misma como luchar contra la naturaleza.

* * *

El paso a nivel constituye un maravilloso símbolo del estado socialista e igualitário. Una sociedad natural tiene sus altos y sus bajos, sus diferencias, su jerarquía. ¡Qué complicada es la naturaleza! Y esta complejidad, esta gradación, este hormiguear de desigualdades y privilegios que la naturaleza nos presenta, aparecen forzosamente ante los ojos niveladores de un espíritu recién nacido como la imagen del caos o, más exactamente, de la injusticia. Menos mal que el hombre está ahi para rectificar la tiránica y caprichosa naturaleza. En consecuencia, se concibe y se intenta realizar un organismo social, según el modelo del paso a nivel. Es la solución más sencilla, la más fácil y, sobre todo, la más equitativa. Pero ¡qué emboscadas nos tiende la facilidad...!

En una verdadera jerarquía hay una gran flexibilidad: sus miembros, existiendo y operando cada uno en su nivel específico, se sostienen y se vivifican recíprocamente: la fricciones , los choques, las "colisiones" están reducidos al mínimum. En el paso a nivel, donde se cruzan los convoyes más dispares, las catástrofes se multiplican. El igualitarismo ha arrasado los desniveles. Realmente, es tan costoso como injusto superponer la carretera a la vía férrea. Pero de la confusión en el mismo nivel de elementos irreductibles nacen agotadoras confusiones o colisiones mortales. Es instrutivo comprobar hasta qué punto dos elementos, que son sinérgicos mientras permanecen distintos el uno del otro y subordinados el uno al otro, pueden convertirse en antagonistas cuando una fantasia igualitaria los nivela...

No hay más remedio que evitar la confusión y las colisiones. Para ello surgen las barreras y los guardabarreras: una infernal complejidad, precio de la utópica simplicida de la construcción social. El guardabarrera no tiene función social positiva: no sirve para nada, más que para proteger al igualitarismo contra sí mismo. Su labor, puramente negativa, consiste en inhibir, interrumpir, perturbar la marcha de vehículos que tan armoniosamente se cruzarían sin necesidad de control rígido, sin despilfarro de tiempo ni energía, si circulasen a niveles diferentes. El vendaje de la barrera no recubre jamás enteramente la herida abierta por la institución del paso a nivel en el corazón de las exigencias primordiales de la sociedad humana.

Moraleja: el paso a nivel representa el ideal, el estado de igualdad abstracta, de justicia matemática; el guardabarrera simboliza la proliferación agotadora de organismos de control, de defensa y de protección: el funcionarismo. Dos polos indisolubles de la misma realidad; se ha querido simplificarlo todo, igualarlo todo; se ha soñado con reducir el cuerpo social a una figura geométrica plana. Resultado: la complejidad orgánica de la naturaleza, la complejidad viva, fecunda, hija y servidora de la unidad, ha sido sustituída por una complejidad mecánica, artificial, parasitaria. La experiencia llevada a cabo desde have viente años en la Rusia soviética ilustra brillantemente esta doble cara de la revolución socialista.

La herejía del paso a nivel tiene por castigo la barrera y el parásito que la guarda. De modo semejante, la herejía igualitaria busca un remedio a su aberración, a la fatalidad disolvente que anida en lo hondo de sus entrañas, en un funcionarismo amorfo y desmesurado. Pero éste es un remedio que extenúa, que envenena. El funcionarismo es el igualitarismo que se mata a sí mismo al defenderse contra sí mismo.

[1] Me interesa subrayar que el liberalismo aquí atacado no tiene nada de común con el neoliberalismo económico: el de un W. Lippmann, por ejemplo.

Fonte: "Diagnósticos de fisiología social" - Madrid: Nacional, 1958