Se dice que la literatura de imaginación (novelas y obras de teatro) refleja las costumbres y la mentalidad de una época. Quiero creer que esta opinión es exagerada: si no, viviríamos en el período más desolador de la historia. Pues he aquí que desde hace al menos un cuarto de siglo, la mayoría de las obras literarias se presentan bajo el signo de la asfixia y de la náusea.
Termino la lectura de dos o tres recientes bestsellers. A cada página nos hundimos en el más tenebroso pesimismo. Uno de esos libros---redactado en forma autobiográfica---nos cuenta las miserables experiencias de un individuo, hastiado de todo y de sí mismo, que describe su boca---vista en el espejo al afeitarse---como una abertura grotesta y maloliente, y que para lo más que sirve es para meter en ella el cañon de un revólver. Y todo lo demás, por el estilo.
No nos inquietemos. El autor se librará de esta desesperación al dejar de escribir: aún mejor, la convertirá en éxito y en dinero. Y los periódicos hablarán durante largo tiempo de sus libros y publicarán su fotografía---la de una cara con rasgos tranquilos y sonrientes---antes de anunciar su suicidio.
Ha habido muchas burlas de la literatura llamada "edificante", con su visión unilateral y prefabricada de la existencia, donde sólo florecen los buenos sentimientos y donde la virtud siempre es recompensada. Se vuelve a encontrar el mismo prejuicio y las mismas convenciones en la literatura disolvente, casi con la única diferencia de que sustituye la visión rosa por la negra y el almíbar por el vinagre. Pero el vinagre es tan artificial, tan químicamente elaborado como el almíbar.
Se diría que todos estos autores se han puesto de acuerdo para persuadirnos de que la vida no es más que un tejido de vulgaridades y de impurezas. Pienso el en viejo método Coué, de moda a principios de siglo, que consistía en repetirse de la mañana a la noche, para recobrar la salud y la felicidad: todo va bien, todo va muy bien, todo va cada vez mejor. Nuestros "desesperados" literatos parecen practicar, en sentido inverso, la misma autosugestión: todo va mal, todo va muy mal, todo va de mal en peor. ¡Como si la vida no tuviera bastantes pruebas reales y necesitásemos de quienes nos impulsen por la pensiente de la amargura y del abatimiento!
Pero, repito, todo ese pesimismo no es más que pacotilla verbal, reservada para la exhibición y la exportación. Antes, la hipocresía consistía en parecer mejor de lo que se era; hoy consiste en parecer peor. Cristo trataba de "sepulcro blanqueados" a los fariseos que esgrimían falsas virtudes. Ante la afectación y la puja que hace estragos actualmente en la exhibición de los bajos fondos del ser humano, se nos viene a la cabeza la expresión sepulcro ennegrecido.
Se me dirá que confundo moral y literatura, que un escritor, incluso si presenta su obra bajo la forma de una confesión personal, no está obligado a experimentar los sentimientos que expresa y que todo lo que se le pide, exactamente como al actor en el escenario, es representar bien el papel que ha escogido, es decir, dar la ilusión de la verdad. Y que esta constatación elemental debe ser suficiente para inmunizar a sus lectores contra una desesperación ostentada tan complacientemente, pues una enfermedad fingida no puede ser contagiosa.
Es este último argumento lo que yo niego. Si resulta demasiado evidente que, en el plano material, no se puede comunicar más que lo que realmente se posee (por ejemplo, si simulo tener cólera, no lo contagiaré a nadie), en el orden espiritual, por el contrario, la ficción puede engendrar la realidad. Y en cualquier sentido: se cita el caso del célebre predicador quien, según su propria confesión, nunca hizo tantas conversiones como después de haber perdido la fe. La desesperación literaria tiene a veces los mismos efectos. A fuerza de ennegrecer el cuadro de la existencia, también se puede ennegrecer, es decir, terminar por desmoralizar a seres débiles o demasiado receptivos, sobre todo a jóvenes todavía no vacunados, por la prueba de la realidad, contra los sortilegios de la literatura. Podría citar algunos casos de suicidio provocados por la lectura de obras cuyos autores murieron ciertamente en su cama tras una larga y brillante carreta de ilusionistas. Es en terreno donde los simuladores llegan a desencadenar verdaderas epidemias.
No niego a los escritores el derecho a pintar el lado sombrío del destino. Sólo hago ver que abusan de ese derecho. Siendo la vida una mezcla de proporciones variables de bien y de mal, donde se mezclan motivos de esperanza y de desesperación, es una ofensa a la realidad el reducirla a su aspecto negativo. Dirigiéndose a los pesimistas de su época, Hugo escribía:
Termino la lectura de dos o tres recientes bestsellers. A cada página nos hundimos en el más tenebroso pesimismo. Uno de esos libros---redactado en forma autobiográfica---nos cuenta las miserables experiencias de un individuo, hastiado de todo y de sí mismo, que describe su boca---vista en el espejo al afeitarse---como una abertura grotesta y maloliente, y que para lo más que sirve es para meter en ella el cañon de un revólver. Y todo lo demás, por el estilo.
No nos inquietemos. El autor se librará de esta desesperación al dejar de escribir: aún mejor, la convertirá en éxito y en dinero. Y los periódicos hablarán durante largo tiempo de sus libros y publicarán su fotografía---la de una cara con rasgos tranquilos y sonrientes---antes de anunciar su suicidio.
Ha habido muchas burlas de la literatura llamada "edificante", con su visión unilateral y prefabricada de la existencia, donde sólo florecen los buenos sentimientos y donde la virtud siempre es recompensada. Se vuelve a encontrar el mismo prejuicio y las mismas convenciones en la literatura disolvente, casi con la única diferencia de que sustituye la visión rosa por la negra y el almíbar por el vinagre. Pero el vinagre es tan artificial, tan químicamente elaborado como el almíbar.
Se diría que todos estos autores se han puesto de acuerdo para persuadirnos de que la vida no es más que un tejido de vulgaridades y de impurezas. Pienso el en viejo método Coué, de moda a principios de siglo, que consistía en repetirse de la mañana a la noche, para recobrar la salud y la felicidad: todo va bien, todo va muy bien, todo va cada vez mejor. Nuestros "desesperados" literatos parecen practicar, en sentido inverso, la misma autosugestión: todo va mal, todo va muy mal, todo va de mal en peor. ¡Como si la vida no tuviera bastantes pruebas reales y necesitásemos de quienes nos impulsen por la pensiente de la amargura y del abatimiento!
Pero, repito, todo ese pesimismo no es más que pacotilla verbal, reservada para la exhibición y la exportación. Antes, la hipocresía consistía en parecer mejor de lo que se era; hoy consiste en parecer peor. Cristo trataba de "sepulcro blanqueados" a los fariseos que esgrimían falsas virtudes. Ante la afectación y la puja que hace estragos actualmente en la exhibición de los bajos fondos del ser humano, se nos viene a la cabeza la expresión sepulcro ennegrecido.
Se me dirá que confundo moral y literatura, que un escritor, incluso si presenta su obra bajo la forma de una confesión personal, no está obligado a experimentar los sentimientos que expresa y que todo lo que se le pide, exactamente como al actor en el escenario, es representar bien el papel que ha escogido, es decir, dar la ilusión de la verdad. Y que esta constatación elemental debe ser suficiente para inmunizar a sus lectores contra una desesperación ostentada tan complacientemente, pues una enfermedad fingida no puede ser contagiosa.
Es este último argumento lo que yo niego. Si resulta demasiado evidente que, en el plano material, no se puede comunicar más que lo que realmente se posee (por ejemplo, si simulo tener cólera, no lo contagiaré a nadie), en el orden espiritual, por el contrario, la ficción puede engendrar la realidad. Y en cualquier sentido: se cita el caso del célebre predicador quien, según su propria confesión, nunca hizo tantas conversiones como después de haber perdido la fe. La desesperación literaria tiene a veces los mismos efectos. A fuerza de ennegrecer el cuadro de la existencia, también se puede ennegrecer, es decir, terminar por desmoralizar a seres débiles o demasiado receptivos, sobre todo a jóvenes todavía no vacunados, por la prueba de la realidad, contra los sortilegios de la literatura. Podría citar algunos casos de suicidio provocados por la lectura de obras cuyos autores murieron ciertamente en su cama tras una larga y brillante carreta de ilusionistas. Es en terreno donde los simuladores llegan a desencadenar verdaderas epidemias.
No niego a los escritores el derecho a pintar el lado sombrío del destino. Sólo hago ver que abusan de ese derecho. Siendo la vida una mezcla de proporciones variables de bien y de mal, donde se mezclan motivos de esperanza y de desesperación, es una ofensa a la realidad el reducirla a su aspecto negativo. Dirigiéndose a los pesimistas de su época, Hugo escribía:
Vous voyes l'ombre, et moi je contemple les astres;
Chacun a sa façon de regarder la nuit...
Chacun a sa façon de regarder la nuit...
("Veis la sombra y yo contemplo los astros;
cada uno tiene su manera de mirar la noche...")
cada uno tiene su manera de mirar la noche...")
Yo, por mi cuenta, encuentro que la noche en que andamos es ya suficientemente espesa como para que sea necesario añadir la niebla de un pesimismo ficticio que, al quitar a las tinieblas su nitidez, nos impida ver los astros y guiarnos por su luz.
Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva, 2005
Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva, 2005