terça-feira, 31 de agosto de 2010

¿Qué es la felicidad?

En el transcurso de un intercambio de puentos de vista, en el que había hablado de las condiciones de una vida armoniosa, uno de mis interlocutores me preguntó a bocajarro: "Ah, pero ¿es usted feliz, señor?"

Cogido de improviso, pues no me había planteado la cuestión, contesté, tontamente, que no lo sabía.

Ante todo, ¿qué es ser un hombre feliz? Péguy dijo, en un célebre texto, que el gran, el terrible descubrimiento de todos los hombres de cuarenta años es constatar que no se es feliz, que nadie lo ha sido y que nadie será jamás feliz. Sin duda, quería hablar de ese plenitud absoluta y permanente que se sueña en la juventud y que, efectivamente, no existe jamás, pues no sólo supondría una concordancia perfecta del hombre consigo mismo, sino circunstancias exteriores siempre favorables, dos cosas imposibles de realizar aquí abajo. Y por la razón de que cada elemento de nuestro destino capaz de hacernos felices lleva, igualmente, en sí, con qué hacernos sufrir, al mismo nivel y en la misma proporción. Y esto en todos los planos de nuestras necesidades y de nuestros deseos.

La salud física es una de las condiciones de la felicidad. Pero el cuerpo humano, maravilloso instrumento de placer por su sensibilidad, por el mismo motivo se convierte en una fuente inagotable de sufrimiento cusnaod la enfermedad se abate sobre él.

Lo mismo ocurre con los bienes exteriores como la fortuna, el éxito social, los honores, etc. Estos nos decepcionan por partida doble: por su privación, si se fracasa en su persecución, o por el vacío que dejaan en nosotros, si se obtienen. El frecuentar a los grandes de este mundo nos enseña que el abanico de sus privilegios está lejos de englobar el de la felicidad...

Quedan los bienes espirituales, cuya fuente es innegablemente más pura y menos intermitente. Pero la misma ley actúa sobre ellos en otro plano.

La inteligencia nos proporciona grandes alegrías, pero sus proprias luces nos hacen sentir sus límites y subrayan amargamente nuestra impotencia ante el misterio. "Quien multiplica el saber multiplica el dolor", decía el Eclesiastés. De lo cual se hace eco Voltaire en su carta a Mme. du Deffand: "En el fondo, sólo los imbéciles son felices, pero por desgracia la creo poco dotada para esa felicidad..."

El sentido de la belleza tiene, igualmente, un doble filo: por él gozamos de las maravillas de la naturaleza y del arte, pero también somos dolorosamente alérgicos a todas las formas de la fealdad.

El amor, la amistad, nos llenan, pero sufrimos en la misma medida cuando el ser amado es golpeado por el mal o nos es arrebatado por la muerte.

Y en cuanto a la sabiduría, es decir, la santidad, si nos da la paz interior, tiene como precio las heridas que inflige a los seres más puros la presencia universal del mal. ¿Quién dijo que la madurez del alma se reconocía por el paso de pasión a la compasión? Pero compadecer es sufrir.

El bien y el mal; al estar aquí abajo indisolublemente unidos el bien y el mal, la alegría y la pena, resulta que el verdadero problema no es ser feliz o desdichado: es ser lo uno o lo otro en el nivel más elevado de uno mismo. Es tener alegría y sofrimentos auténticos y no dejarse fascinar por la posesión o la privación de bagatelas. No desparramarse en dolores vanos y en felicidades ilusiorias. Si es necesario, consumirse, pero no en cualquier fuego.

Parece que hoy todo se conjura en contra de esta concepción selectiva de la existencia. El clima de facilidad y de disfrute en que vivimos, al multiplicar en todos los planos las necesidades, que aumentan siempre más rápidamente que las posibilidades de satisfacerlas, socava la base de nuestra capacidad de experimentar verdaderas alegrías y verdaderos sufrimientos. Para muchos de nuestros contemporáneos, no queda más que la mediocridad de unos pequeños placeres y de unos pequeños aburrimientos, aventajando, por lo demás, los segundos a los primeros con gran diferencia, pues el hombre, obsesionado por la exlusiva búsqueda de la felicidad, vive en us estado de permanente insatisfación que le hace indiferente a lo que posee y ávido de lo que le falta. El hambre, provocada y mantenida artificialmente, se resuelve en incurable saciedad. De ahí una frustación en dos fases: "Tengo que obtener eso cueste lo que cueste"; y después: "No era más que eso; ¡rápido, a otra cosa!" Hay que concluir que no se separa impunemente la búsqueda de la felicidad del conjunto de las actividades, de los deberes y de las virtudes, que son la trama de toda existencia auténtica. Pero cuanto más se piensa en ello más posibilidades hay de obtenerlo. Los grandes personajes a quienes la humanidad reconoce como sus modelos y sus guías, ¿se han preocupado alguna vez de su pequeña felicidad individual? Han obedecido a su vocación sin eludir los riesgos ni las desgracias de ella y, a veces, llegando hasta el sacrificio de su vida; y la felicidad, en la medida en que es posible en este mundo, les ha sido dada por añadidura. Pues la vida es indivisible; si, en nombre del famoso "derecho a la felicidad" con que nos machacan los oídos, se intenta descremarla, se llega al irrisorio resultado de quedarse sólo con el suero.

Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva - 2005

sábado, 28 de agosto de 2010

La vida interior y la acción

El otro día decía yo a un pequeño grupo de hombres de acción que el clima de la sociedad actual hace cada vez más difícil el acceso a la vida interior, designando con esta palabra, en mi pensamiento, la capacidad de recogimiento, de soledad, de silencio... y, para los creyentes, de oración.

¿La vida interior?---me dijo un oyente---: noción muy anticuada para esta segunda mitad del siglo XX, en la que el hombre rompe los átomos y visita los astros. Yo no creo más que en el dinamismo y en la eficacia, y sólo me siento vivo en la acción o, en las horas libres, en las distracciones que puedo ofrecerme con el fruto de mi trabajo: deporte, espectáculos, viajes, etcétera.

Precisemos esta noción de vida interior---respondí---. Lo que distingue a un ser vivo de una máquina es que todas las manifestaciones de su existencia comportan dos vertientes completamente irreductibles entre sí: la vertiente externa, que concierne a nuestras reacciones observables desde fuera (los gestos del cuerpo, las expresiones de la cara, las palabras, etc.) y la vertiente interna (sensaciones, emociones, sentimientos, pasiones), que permanece rigurosamente subjetiva, es decir, no verificable e incomunicable. Tomemos el ejemplo del dolor. La vertiente externa es todo aquello que un médico, a vuestro lado, puede constatar: los gritos, las convulsiones, la inflamación de los tejidos, etc. La vertiente interna es el dolor mismo, que está dentro de usted y que es sólo suyo, sin que nadie en el mundo lo pueda experimentar en su lugar.

El dinamismo del que usted hace tanto caso no escapa a este dualismo. No es usted feliz nada más que en la acción. Pero esta felicidad ¿está en las cosas sobre las que usted actúa---por ejemplo, si es usted arquitecto, en las piedras de las casas que construye---o en usted mismo, en la impresión de plenitud que acompaña el ejercicio de sus facultades creadoras? Si sólo se trata de dinamismo y de eficacia (términos más de moda que el de vida interior), una máquina realiza muy bien estas dos condiciones: ¿su ideal es parecerse a ella funcionando a pleno rendimiento y sin sentir nada?

Os gusta viajar. Pero ¿qué es lo que da valor al viaje: el paso de un lugar a otro (en este sentido, el tren o el avión que os llevan se desplazan tan rápidamente como vosotros), o bien la maravilla del descubrimiento, el acontecimiento interior por excelencia?

De este modo, hagáis lo que hagáis, siempre es en función de esta vida interior, cuyo valor negáis con tanta ligereza, como se realiza vuestra elección. La única diferencia entre nosotros se refiere a la forma o, más bien, al grado de esta vida interior. Preferís una vida interior alimentada sin cesar por vuestros intercambios con el mundo exterior, mientras que yo pongo el acento sobre una interioridad más profunda: la del recogimiento y la meditación que permite al hombre, incluso si éste está privado de aportaciones extrañas, encontrar en sí mismo la principal fuente de su felicidad.

Cuestión de temperamento---replicó mi interlocutor---. Si el mío me lleva a preferir las alegrías de la acción y el suyo a elegir las de la meditación, ¿en nombre de qué criterio estima usted que me falta algo?

Respuesta: en nombre de la armonía del ser humano, cuyos dos elementos complementarios son la meditación y la acción. No ignoro los peligros de una vida demasiado interior (la pereza, el sueño estéril, el enfermizo replegarse en sí mismo, el intelectualismo desencarnado, etc.) y, en tales casos, no dudo en preconizar la acción como remedio. Esto es tan cierto que, incluso en los monasterios contemplativos, la meditación y la oración van acompañadas de actividades exteriores como la agricultura, la artesanía, la enseñanza, etc. Y la historia nos enseña que algunos sabios y místicos (un Marco Aurelio o un San Bernardo, por ejemplo) han sido, por añadidura, grandes hombres de acción. Pero no eran sólo eso: guardaban en su interior una secreta profundidad a la que no llegaban los remolinos de la acción.

Y son precisamente esta riqueza y libertad interiores lo que trato de defender contra la idolatría de la acción. Y esto por dos motivos:

En primer lugar, para assegurar la independencia del espíritu frente a las vicisitudes del azar. Quien tiene todas sus razones de vivier en su actividad profesional o en las distracciones que le vienen de fuera, corre el riesgo de caer, si el circuito se interrumpe (a consecuencia de un revés de la fortuna, o por enfermedad o por vejez), en un estado de inanicíon espiritual que hará de su existencia algo insípido e intolerable. ¿Quién no conoce el triste final de la vida de ciertos hombres de acción? En segundo lugar, para que la acción exterior aporte verdaderos frutos interiores. Es un hecho no menos reconocido que el hombre devorado (¡qué elocuente palabra!) por la fiebre de la accíon no tiene las suficientes reservas interiores para gozar plenamente de los resultados de sus esfuerzos. El exceso del tener se compensa con la anemia del ser. Me ha chocado a menudo la ineptitud para la felicidad de tantos campeones del dinamismo y de la eficacia. Está colmado y, sin embargo, no es feliz, dicen sus allegados.

Estoy persuadido de que se ha quedado sin esa virtud de la expectativa de la admiración y de la acogida, que fecunda y transfigura las realizaciones exteriores. Y colmado, en este caso, extrañamente, es sinónimo de obstruido.

Dicho esto, creo en la virtud y en los beneficios de la acción. Pero a condición de que no llegue hasta este agotamiento interior en que el hombre, desposeído de lo que es, se convierte en esclavo de lo que hace.

Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva - 2005

sexta-feira, 27 de agosto de 2010

Le mythe de l'evasion

C'est le jour de Pâques. Six heures du soir. Une nuit précoce commence à descendre sur un paysage noyé dans la pluie qui tombe sans interruption depouis la veille. Le téléphone sonne: ce sont des amis qui m'appellent des environs de Toulon: "Nous montons vers Paris: pouvons-nous nous arrêter chez vous pour dîner? nous arriverons vers neuf heures."---Je donne mon accord---et lesdits amis se présentent avec prés de deux heures de retard. Excuses d'usage et parfaitement justifiées: embouteillages, routes glissantes, etc.---Ils mangent en hâte et repartent dans nuit...

Voici maintenant l'ensemble des faits. Ces gens disposant du week-end de Pâques: trois jours, étaient partis de Paris le samedi à 5h du matin pour arriver sur la Côte tard dans la soirée. Pas de chance: il pleuvait dans le Midi alors qu'il faisait beau temps dans le Nord. Journée vide et somnolente devant la mer grise; redépart le dimanche soir, diner dans la vallée du Rhône, coucher vers Lyon et nouvelle journée au volant le lundi. En tout, 2000 kilomètres dévorés en hâte et sans le moindre profit por l'esprit comme pour le corps. Trop heureux si la fatigue et la tension nerveuse n'allaient pas leur faire grossir le bilan pléthorique des accidents de la route...

"Vous êtes fous", ne puis-je m'empêcher de leur dire. Il y a cependant de beaux endroits à proximité de Paris, où vous auriez pu vous détendre en respirant l'air du ciel et en regardant pousser les premières feuilles. ---Leur fatigue les incline à me donner raison, quand, subitement, la jeune femme s'écrie, avec un accent ambigu qui exprime à la fois l'excuse et la protestation: "Que voulez-vous, il faut bien s'évader!".

S'évader de quoi? J'admets volontiers qu'on tienne à se distraire de ses occupations journalières et à fuir un appartement en ville et des rues bruyantes et surpeuplées. Mais s'évader vers quoi? Pour passer des journées dans une voiture plus exiguë que n'importe quel appartement citadin et sur des routes aussi encombrées, tapageuses et malodorantes que les artères parisiennes. En fait, on ne s'évade pas, on passe d'une prison immobile à une prison motorisée: le déplacement accéléré de la cage donne à l'oiseaus l'illusion de la délivrance...

Il y a là un étrange phénomène d'intoxication collective qui nous fait chercher le remède dans la ligne même du mal que nous voulons fuir. Au lieu de se reposer, on change d'agitation et de surmenage... Et ce que nous cherchons, dans cette frénésie du déplacement, c'est moins la découverte d'un monde nouveau que la fuite hors de notre monde habituel, dont nous n'apprécions plus la saveur et la richesse, et surtout la fuite hors de nous-mêmes; c'est moins de remplir le temps que de le tuer.

C'est constater une évidence que d'affirmer qu'il n'y a plus de distance! Jamais les hommes n'avaient disposé de moyens de communication aussi nombreaux et aussi puissants. Nous pouvons nous rendre en quelques heures dans n'importe quel lieu de la planète, et nous sommes informés instantanément par la presse et la télévision de tout ce qui se passe dans l'univers. D'où vient donc que, possédant de tels moyens d'échapper à la solitude et à l'ennui, les hommes se sentent plus que jamais isolés et dépaysés dans leur milieu naturel (métier, famille,entourage immédiat) et sourtout dès qu'ils se trouvent en face d'eux-mêmes! Paul Valéry attirait déjà notre attention sur ce phénome de la "multiplication des seuls" au coeur même d'une civilisation où les possibilités d'échanges entre les hommes sont devenues illimitées.

Cela tient à ce que, par l'usage déréglé que nous en faisons, nous transformons ces merveilleux moyens de communication en isolants, par rapport aux êtres et aux choses qui nous touchent de plus près. En nous rapprochant du plus lointain, nous nous éloignons de ce qui nous est le plus voisin et le plus intérieur. Ainsi, les facilités de déplacement aboutissent à une consommation indigeste de bornes kilométriques plutôt qu'à la joie de contempler la nature, la fascination du pétit écran nous détourne de la méditation personnelle et des conversations avec les membres de notre famille et nos amis, etc. Ce qui provoque, par défaut d'exercice des fonctions élémentaires, cette impression de vide intérieur et ce besoin perpétuel de "fuite en avant" dont nous avons montré les absurdes conséquences.

Il ne s'agit pas de repouser en bloc toutes les facilités qui nous sont offertes, mais de veiller sur nos sources, c'est-à-dire de ne pas sacrifier l'essentiel à l'accessoire ni le nécessaire au superflu, car si loin que puissent s'étendre nos rapports rien si nous perdons contact avec les réalités premières où notre pensée, notre amour et notre action trouvent luer aliment naturel et quotidien.

N'oublions pas que ce n'est pas le nombre et la longueur de ses branches, mais la profondeur et la santé de ses racines qui font la vigueur d'un arbre.

Fonte: "L'équilibre et l'harmonie" - Fayard

sexta-feira, 13 de agosto de 2010

Los grandes y el pueblo

No sé en qué lugar habla La Bruyère de la ardiente e irreflexiva veneración de los pobres hacia los ricos. "Si los grandes se preocupasen de ser buenos, comenta amargamente, acabaria en idolatría."

Hoy día creemos soñar al evocar tal estado de ánimo. Sin embargo, ha existido: esa incoercible necesidad humana de ver el poder unido a la pureza, de creer en un orden social fundado sobre la verdad interior, como un reflejo temporal de la justicia divina; ese presentimiento de una grandeza externa y protectora que constituye, para el hombre que está debajo, la única razón sana de vivir y de servir, mantuvo durante largo tiempo en el espíritu del pueblo una imagen profunda y sagrada de la persona de los grandes. Entonces había poca envidia, porque la invidia presupone una cierta identidad en las vocaciones y los intereses: así, un comerciante envidiará las ganancias de otro comerciante y no "el genio" de un poeta; el hombre del pueblo vivía demasiado intensamente la distancia irreductible que le separaba de los grandes para envidiar a éstos, como no fuera en sueños.

Todo esto ha ido desmoronándose poco a poco, a medida que el pueblo iba percibiendo que los poderosos y los nobles eran semejantes a él, que en el secreto de sus actos eran tan bajos y vulgares como él, y que ninguma grandeza íntima respondía a su supremacía exterior. El pueblo entonces empezó a detestar y a envidiar a esa aristocracia que había descendido a su nivel y había perdido toda superioridad sustancial. Al morir en su alma la distancia vivida entre él y sus jefes, ¿como iba a poder suportar el espectáculo de la distancia exterior, de unos privilegiados que sentía fundados sobre la mentira, monstruosamente usurpados? El salvaje, el anárquico "¿por qué no yo?", ha abierto paso inevitablemente a la veneración de la igualdad.

Pero ¡qué hondura de decepción habrá hecho falta para suscitar en el alma obstinadamente adoradora de los humildes esta consciencia de la bajeza de los grandes, esta lamentable caída de los nimbos que precedió a la envidia y la rebelión! Ahora, el ciclo se ha completado: el pueblo, ese viejo de donde brotaron los romanceros y las leyendas heroicas y que aureoló la frente de los grandes de un esplendor espiritual a menudo inexistente, ya no cree hoy en la grandeza, ni siquiera cuando existe. Pero ¿de quién es la falta inicial? Si una fiebre malsana de igualdad consume a la plebe, ¿no son los grandes los que la han encendido al descender por su conducta al nivel de la plebe?

Tú no tenías derecho a ser como yo, puede decir el hombre de abajo al hombre de arriba. Al revelarme tu bajeza has exasperado y desencadenado la mía. La envidia que hoy me devora no es otra cosa que el cadáver de mi veneración de ayer. Tú has matado en mí el sentido vivo de la jerarquía, la dulzura y la nobleza de la obediencia. Largo tiempo se ha resistido a morir aquel respeto que endulzaba mis sueños y mis fatigas, aquella imagen que yo me formaba de tu justicia y de tu bondad; pero, al fin, no han tenido más remedio que caer bajo tus golpes. Has acabado por demostrarme que eres semejante a mí. Mui bien: pues ahora soy yo quien quiere que nos parezcamos en todo. (Esta voluntad se llama revolución, igualitarismo, comunismo...) ¿Te das cuenta del mal que me has hecho? La justicia y el amor me han mentido por tu boca. Tú me has amputado lo mejor de mí mismo: mi confianza en ti y en todo el orden humano y divino que tú representabas. Porque tú eras también para el pueblo testigo y mensajero del cielo y, con tu imagen, la imagen de Dios se ha podrido en mí. Por tu culpa me he sentido solo y huérfano, he perdido el sentimiento de una realidad grande, superior a mí, que me sostenía, me defendía y nutría en mi corazón una resignación sin amargura y una esperanza sin fiebre; ya he dejado de sentirme dominado, ya no veo por encima de mi vulgaridad y de mi debilidad nada más que mentiras. ¿Comprendes ahora por qué he intentado recrear el mundo a mi miserable imagen?

Fonte: "Diagnósticos de fisiología social" - Madrid: Nacional, 1958

domingo, 1 de agosto de 2010

Nel mezzo del cammin di nostra vita...

Detive-me em Champel, escalei a montanha de Vinobre, tornei a ver a casa onde a minha avó viveu em nova, e o seu horizonte familiar. Tudo isso permanecia exterior aos meus olhos, mas a minha alma reconheceu-o numa vibração dolorosa que vinha de mais longe que eu próprio. Toda a minha vida subterrânea, todas as minhas raízes estremeceram. Tudo o que a minha avó me contava outrora, essas pobres lendas de velha mulher que eu ouvia sem escutar, emergiram subitamente dos abismos do esquecimento: vi-a, criança, a correr por este caminho árido ao encontro de sua mãe que regressava aos sábados do mercado de Aubenas com uma fogaça de pão branco, rara e suprema guloseima; as suas emoções, as suas esperanças, o ciclo monótono dos seus trabalhos e dos seus dias reviveram no meu espírito, nimbados de uma plenitude esmagadora. Ela, que em toda a sua vida foi para mim tão indiferente, comunicou-me num relâmpago a sua alma e a sua visão do mundo. Essa montanha, esse horizonte, olhei-os por uns instantes com os seus olhos. A comunhão, a identidade que a sua presença jamais suscitara, voltei a encontrá-la ao contacto da nossa mãe comum, essa terra que a havia alimentado. Ante esta incursão do passado em mim, reconheci que atingira a segunda vertente da existência e que começava a descer para os mortos.

Fonte: "O pão de cada dia" - Editorial Aster - Colecção Éfeso