quinta-feira, 29 de julho de 2010

Aforismos

Quanto mais um homem se torna um deus para si, mais necessidade tem de uma plenitude imediata, actual (de um "acto puro"); e quanto menos sabe esperar, menos ele acredita nas possibilidades e nos sonhos. Confunde sonho com nada; um bem que não apareça de maneira brutal, afigura-se-lhe irreal. É-lhe necessário gozar actualmente de tudo, ou se consente em possuir algumas reservas, é necessário que estas sejam facilmente mobilizáveis, actualizáveis (a reserva dinheiro enche maravilhosamente esta condição e nisso reside a sua situação de favor).

Querendo imitar deste modo a actualidade absoluta de Deus, declina necessariamente para o que há de mais pobre, de mais material em si e no mundo, porque aí está precisamente aquilo que mais facilmente se pode "despertar", controlar e utilizar. E escapam-lhe os bens mais verdadeiros e os mais profundos, porque são os menos aparentes, os menos manejáveis, e os que exigem um maior número de actos de esperança e de fé: Deus faz-nos pedir que venha o seu reino!

Esta necessidade mórbida duma "actualidade" divina contribui para que os espíritos e as almas modernas se fechem à noção e ao sentimento do sobrenatural: a graça, envolvida e aniquilada neste mundo pela natureza, é a coisa mais secreta, mais germinal que porventura existe, a que menos rende, a que menos "paga"na aparência: aquilo que no homem dorme mais profundamente, é Deus. É tão raro encontra num homem um Deus vigilante... Só os santos trazem ao mundo a presença actual e visível de Deus. Fora do clima de santidade, acreditar no sobrenatural, acreditar na graça, é acreditar no adormecimento de Deus nos homens.

* * *

Todas as coisas criadas são intermediários, sinais, aparências. Mas algumas, dentre elas, são intermediários em segundo grau, sinas de sinais, aparências de aparências. Assim sucede com o dinheiro, as honrarias, os títulos, os prazeres artificiais, etc. E são precisamente estes fantasmas o objeto preferido da idolatria moderna, são estes bens ultra-relativos os que mais captam o nosso desejo de absoluto. Já se não adora o sol, as plantas ou os animais (que pelo menos têm o mérito de serem intermediários necessários entre o homem e o seu fim supremo), mas sim uma etiqueta política, uma condecoração, uma nota de papel.

Como o culto antigo de Cybelis, o de Cypris, ou mesmo o de Príape, que correspondiam às profundas realidades naturais, se revelam sãos e vivos em comparação com o culto actual dos mais vãos elementos da nossa existência! A idolatria moderna rege-se pela lei do menor coeficiente de realidade. E ainda quando se abate sobre coisas necessárias e naturais, as despoja da sua realidade, da sua substância, fá-las sobras e joguetes. Assim, a idolatria do amor sexual não adora, na mulher, a esposa ou a mãe tal como Deus a quis; substitui-a, segundo incida sobre o corpo ou sobre a alma, quer por um instrumento de prazer estéril, isto é, um ser degradado, quer por um produto de sonhos impossíveis, isto é, um ser imaginário. A idolatria antiga (pelo menos na sua fase inicial) elevava para Deus as coisas da natureza, enquanto que a idolatria moderna as degrada até ao nada.

Fonte: "O pão de cada dia" - Editorial Aster - Colecção Éfeso

domingo, 25 de julho de 2010

La moral y la vida

Cada época tiene sus necedades pseudorrevolucionarias, sus innovaciones muertas antes de nacer, que asombran y hacen reír a la generación seguinte. ¿Cómo han podido creer esas cosas?, decimos, por ejemplo, hoy, pensando en la fe en la democracia y en el progreso de los grandes hombres del siglo XIX. Yo creo que el inmoralismo de nuestros contemporáneos hará sonreír de la misma forma a los hombres del futuro.

Está de moda abrumar a la moral, bien sea con invectivas, bien con burlas. Se ve en ella una cosa ficticia, superficial y muerta, adaptada al hombre como una camisa de fuerza o una máscara. Una de las reglas del juego literario y psicológico de nuestro tiempo es oponer la moral a la vida. Esta dicotomía, repito, hará reir a nuestros hijos...

Los hombres "morales", en general, carecen de vitalidad. De esta constatación parte sin duda la cruzada contra la moral. Ahora bien: hoy día todo está desvitalizado, empezando por eso que llaman la vida (el mundo de los instintos, de lo arbitrario, de lo "gratuito"). Basta con mirar a esos desdeñadores de la moral, a esos apóstoles de la naturaleza, para descubrir su triste y vergonzoso secreto. Ellos son más convencionales en sus rebeliones que las mismas convenciones que atacam. Nada más chato y más previsto que sus caprichos; nada menos fantástico que sus fantasías. Son convencionalmente espontáneos, artificialmente naturales. Su último disfraz consiste en ir desnudos. En el final de este camino está la locura: el caos exangüe, la arbitrariedad mecanizada, la ausencia total de originalidad y de vida en "la emancipación" perfecta del individuo...

En realidad, la mecanización de la moral, el fariseísmo, no son mas que el primer estadio de una decadencia que afecta al hombre entero (el pescado empieza a pudrirse por la cabeza, dicen los musulmanes). Cuando la moral cesa de ser vida para convertirse en corteza y fachada, la "vida" está ya enferma.

La comedia es coherente. Primer acto: el hombre moral (me refiero, ya se comprende, a un formalismo vacío de amor) que juega al orden. Segundo acto: el hombre inmoral que juega al desorden. Dos máscaras diferentes sobre un mismo vacío interior. Cuando nace el tipo "burgués", cuando el orden y la virtud se hacen ficticios, se fabrican falsificados y en serie, el desorden y el vicio se convierten igualmente en bisuteria. La parodia conservadora del burgués se prolonga y se completa en la parodia destructora del revolucionario (no es éste un verdadero destructor, así como el primero no es un verdadero conservador). El fariseo del vicio, supremo producto de la decadencia, sucede al fariseo de la virtud. Cuando la ley está muerta, el pecado tampoco está vivo.

Es un síntoma muy grave de decadencia el oír hablar de "conflicto entre la moral y la vida". Tales contradicciones no son naturales: no existen en el plano de la salud o, por lo menos, no presentan en él carácter reflexivo y doctrinal que revisten hoy día. El conflito no se plantea entre la verdadera moral y la verdadera vida: nuestros revolucionarios atacan a una caricatura de la moral en nombre de una caricatura de la vida (los instintos de un hombre sano no se entretienen en maldecir la moral: o bien la obedecen, o bien la violan sin más complicaciones; el instinto que discute con la moral es un instinto impotente y corrompido). A decir verdad, el conflicto no se plantea entre dos entidades enemigas, sino entre dos fases de una misma enfermedad; no entre dos verdades, sino entre la mentira de ayer y su hija, la mentira de hoy. Es una verificación más de la ley que he enunciado así: las cosas que estando sanas se completan, cuando son malsanas se devoran mutuamente. La vida y la moral se oponen la una a la otra en la medida en que comulgan en la misma corrupción básica del hombre.

Tales dualidades, de las que nuestra época rebosa, son, en el fondo, terriblemente unas. Todas desembocan en el más sencillo, en el más solitario de los pecados, en el pecado único: la negación de Dios. La unidad se rompe en el interior del hombre cuando el hombre pierde contacto con la unidad divina. Separado del Ser que es Todo, degenera progressivamente todo él, siguiendo una línea que desciende desde el espíritu hasta la materia, y cada etapa de su decadencia vilipendia a la etapa anterior.

¿Remedio? No consiste en elegir entre las dos formas de un mismo mal; consiste en elegir en contra de ese mal. No en optar por el elemento más "digno" del dualismo---por la moral---, sino en volver a la unidad, cuyo abandono ha permitido la formación de ese dualismo morboso: en remontar hacia la fuente común de la moral y de la vida. Solamente entonces se apaciguará el conflicto: la moral y la vida que luchaban entre sí porque las dos padecían la misma enfermedad, se reconciliarán al reconocer que comulgan en la misma naturaleza. O, por lo menos---porque un cierto estado de conflicto es esencial a la condición humana---, la guerra será agente de conservación y de síntesis, y no de desintegración y de muerte. Hay, en efecto, conflictos derivados de la organización y otros derivados de la desorganización. Los primeros sirven a la vida; desembocan en una paz superior, en la purificación y liberación de los combatientes. Los segundos nacen del desorden y agravan el desorden; acaban por arruinar al ser en que habitan. Fuerza es confesar que la mayor parte de los conflictos del mundo moderno pertenecen a esta última especie. En el alma de un santo la moral y la vida luchan para mejor unir, más en alto, sus realidades; en el hombre traidor a Dios, chocan para mejor separar, abajo, sus fantasmas.

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Cuando el hombre expulsa a Dios de sí mismo, cada fragmento de su ser dislocado se cree llamado a convertirse en Dios, con lo cual, el todo se convierte en guerra. ¿Cómo hallar un lazo común, un modus vivendi entre cosas que quieren todas ser el centro o, mejor, la tumba de todas la demás? Los ídolos están condenados a chocar eternamente sin penetrarse jamás; no reconocen la profundidad ajena, ni aun su propia profundidad, ya que ésta es amor; están condenados a vivir sólo en la superficie. La pluralidad de absolutos (y yo creo que jamás había florecido como en nuestros días) engendra el desbarajuste universal. Donde se siembra la idolatría, germina el caos. O bien---porque el caos mismo ya no sabe ser sincero---, se alza sobre el hervidero de ídolos una especie de paz hipócrita, un orden apolillado, fundado no en la unión viva entre los miembros del mismo cuerpo o los hijos del mismo padre, sino sobre las astucias, las precauciones y las tolerancias de aquellos dioses impotentes; una especie de armonía sin fundamento, de equilibrio de acróbata que no dura más que un instante y precede de ordinario a caídas aún más profundas, a conflictos más irreductibles y más vanos.

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Tales conflictos irreductibles y vanos, ya lo hemos visto, no son naturales; sólo tienen lugar entre seres que traicionan a la naturaleza para jugar al absoluto: son batallas entre fantasmas.

Pero ¿cómo discernir un conflicto sano de un conflicto malsano? Si un hombre lucha en mi presencia por su pasión, por su ideal, ¿en qué reconoceré yo la falsedad de esta pasión, de ese ideal? En esto: en la contradicción (manifiesta, como veremos) que habita en ellos; en su increíble facilidad para transformarse en la pasión o en el ideal contrario. Así, el patriotismo jacobino engendra el internacionalismo, la rígida moral burguesa prepara el desenfreno burgués, y el idealismo más desmelenado cede automáticamente su lugar al más áspero realismo. Reconozco a un ídolo en que lleva en su seno al ídolo opuesto y lo da a luz en el momento de morir.

Todo ideal verdadero está limpio de idolatria y de exclusivismo. Sin dejar de ser fiel a sí mismo, y en virtud precisamente de esta fidelidad, sabe armonizarse espontáneamente con la verdad adversa (o, más bien, complementaria). Un pacifista auténtico respeta la guerra; un hombre verdaderamente moral no lanza anatemas sobre los sentidos y las pasiones, sino, más bien, los integra en su virtud. Mientras que el falso ideal odia ferozmente, fanáticamente, a su contrario y, en el mismo momento en que más le odia, se transforma en él. No hay paradoja en esto. En realidad, lo que más detesta una mentira no es la mentira antagonista (con la que comulga en la unidad de la mentira), sino la verdad que se eleva entre estas dos mentiras y que las condena a ambas. Lo que interesa más que nada al hombre esclavo de una falsa fe y de un falso amor es huir de la cumbre de la verdad: su objetivo quedará cumplido lo mismo si rueda al abismo de la derecha que si al de la izquierda. Todo "extremista" cree odiar al extremo que se opone a él, pero a quien odia, sobre todo, es al centro, hogar y pastor de los extremos, y por eso pasa tan fácilmente, siguiendo los azares que le agiten, "de un extremo al otro". Simple cambio de decoración en el mismo drama, de táctica en la misma guerra...

Es corriente ver en los excessos humanos, y en particular en las aberraciones doctrinales y sociales, simples reacciones contra los excesos anteriores y opuestos. Esta interpretación no es errónea, pero es demasiado simple. En el fondo, dos excesos enemigos que se suceden no son más que dos episodios de una guerra única contra la unidad y, digámoslo de una vez, contra Dios. Los ídolos se odian, ciertamente, pero su odio recíproco no es más que el reflejo de su odio común (por ejemplo, lo que más horroriza a la virtud burguesa no es lo que ella llama el vicio; es la verdadera virtud, la virtud en el amor: el padre que diviniza una ley muerta y el hijo que la pisotea traicionan igualmente este amor, esta unidad). Los ídolos no luchan entre sí más que en apariencia: en el fundo, todos ellos están aliados contra Dios.

Tomados en sí mismos, los conflictos que asuelan la humanidad no merecen reterner nuestra atención y nuestro dolor. No són más que la máscara---una máscara que hay que arrancar---de otra escisión, que es la única real y la única que importa: la huída de Dios y de la atracción de su amor. La desgracia no es que dos mentiras se destrocen entre sí, sino que luchen sobre el cuerpo de una verdad asesinada. Los movimientos por los cuales dos ídolos se hieren recíprocamente me impresionan poco: lo que me espanta es que los dos hacen un movimiento idéntico que hiere a Dios. La tragedia no está en la lucha de los fragmentos entre sí; está en la dislocación de la unidad. Cuando dos ídolos se pelean, Dios está entre ellos, sangrando a cada golpe. Cuando veo a dos hermanos desnaturalizados hacerse la guerra, mi tristeza no se detiene en tales miserables, sino que se eleva hasta el Padre común, del que ambos han tenido que renegar antes de batirse.

Fonte: "Diagnósticos de fisiología social" - Madrid: Nacional, 1958

terça-feira, 20 de julho de 2010

Personalismo

Ya no hay tradiciones, ya no hay instituciones. Ya no quedan más que personas. La persona es hoy día el eje de todo. Uno se casa, por ejemplo, con la persona elegida, sin hacer el menor caso de su medio o de su posición; un régimen político se encarna en un hombre y muere con él, etc. Todo esto nos lleva muy lejos: a la desaparición de todas las grandes continuidades sociales, a la inestabilidad universal. La persona humana no es un absoluto. En otro tiempo se amaba a las personas a través de las instituciones: en el alma de una esposa del "gran siglo" el matrimonio pesaba más que la persona de su marido; se toleraba al rey por respeto a la monarquía, etc. Ahora sólo se soporta a las instituciones a través de una persona idolatrada: se considera a los cuadros como cosas abstractas e muertas. Pero no siempre lo han sido; han llegado a serlo a medida que ascendía el culto de la persona. Impersonal no es necesariamente sinónimo de muerto y de abstracto: lo que no es una persona puede ser también concreto y vivo. Y las instituciones que sostienen, defienden y superan a las personas, pueden también ser amadas con calor. Además, detrás de estas instituciones está la persona de Dios---la única a la que se puede adorar sin peligro---, que lo garantiza y lo vivifica todo...

Me preocupa la tendencia de ciertos "personalistas" modernos que querrían abandonar como puramente artificial y decorativo todo lo que no es personal. Inmolar las personas a las instituciones---peligro de todos los ambientes fuertes y clásicos---no es un bien; inmolar las instituciones a las personas me parece peor: lo uno esteriliza, lo otro corrompe. Unos progresos más de esa religión de la persona, y ya no tendremos ni "buenas familias", ni patria, ni espíritu de cuerpo o de casta... ni raíces en el tiempo y en el espacio. No vayamos demasiado lejos en nuestras reivindicaciones de la persona humana, que es relativa, efímero, decepcionante y rellena a menudo de la más vacua impersonalidad. El único personalismo en que yo creo es el personalismo divino.

La primacía a ultranza de la persona trae consigo otro peligro capital. Conocemos realistas que sólo aman la monarquía a través de la persona de un príncipe; católicos que convierten la fe o la autoridad pontificia en una especie de culto infantil de la persona del Papa; pueblos interos movilizados por el fanatismo hacia un dictador... Las cosas más universales se han convertido en "cuestiones personales", en "asuntos privados". Ya ho hay ojos más que para los individuos. Los individuos llevan por sí solos todo el peso de las instituciones que con ellos se alzan y con ellos se derruban. Este personalismo estúpido es una de las causas de las catástrofes revolucionarias de los tiempos modernos: a medida que el pueblo se habitúa a confundir la persona de los grandes con el principio eterno que ellos representan, su rencor hacia ellos tiende a transformarse en voluntad de destrucción universal. El pasado sabía distinguir las instituciones de las personas: se podía despreciar a un rey o a un Papa---y la Edad Media no se privó de ello---sin poner en duda ni lo más mínimo el principio de la monarquia o del Papado1 Se sabía que una institución sana, una institución venida de Dios, seguía siendo fecunda aun a través del hombre más imperfecto. Los jefes politicos y religiosos eran entonces como lazos de unión entre Dios y los hombres: se atribuía más impostancia a lo que transmitían que a lo que eran. El altar sostenía al sacerdote, el trono al rey. Hoy se exige al rey que sostenga al trono y al sacerdote que sostenga al altar. Las instituciones no se justifican a los ojos de las multitudes más que a través del genio o del magnetismo de algunos individuos. Esta exigencia produce dos consecuencias ruinosas: impone a los desdichados "mantenedores" de las instituciones un grado de tensión y de actividad auténticamente inhumano y, correlativamente, liga la suerte de las instituciones a los miserables azares individuales. Lamentable antropocentrismo que confunde el canal con la fuente y que tiene a hacer de la persona humana el soporte absoluto de algo que en realidad no hace más que pasar por el hombre, y sólo en Dios se apoya.

[1] Las invectivas de una Catalina de Siena contra el clero de su época no serían hoy día tolerables, porque comprometerían en las almas la fe en la Iglesia. Por penoso que parezca, la protección de las instituciones obliga hoy día a proteger a las personas y a sofocar los escándalos.

Fonte: "Diagnósticos de fisiología social" - Madrid: Nacional, 1958

domingo, 18 de julho de 2010

"Libertades"

Tan horrible es destruir la libertad donde Dios la ha puesto como introducirla donde no debe estar, ha dicho Pascal. Esta fórmula reúne y estigmatiza los dos atentados con que los tiranos---francos o disfrazados---amenazan la auténtica libertad de los pueblos: la opresión y la corrupción; la destrucción por atrofia y la destrucción por inflamación.

En Francia, desde hace más de un siglo, se introduce la libertad donde no existe. Se arranca al pueble a la necesidad nutricia, a los humildes y maternales alvéolos de instituciones, costumbres y deberes, en el interior de los cuales su libertad puede desplegarse sanamente, para hacer jugar esta libertad fuera de su lugar, en un dominio no adaptado a sua naturaleza y donde se refuta a sí mísma: dogma de la soberania del pueblo, con su corolario práctico, el sufragio universal... Tanto valdría pedir a un ciego que eligiese libremente entre los colores. Se inmolan los cuadros de la naturaleza al ideal de la libertad. Se dice al cordero: eres libre de ser o no ser herbívoro. Porque en esto vienen a parar, en definitiva, las instituciones que mantienen en el cerebro de todos los hombres la ilusión de ser soberanos e iguales a cualquier otro, y la ilusión de resolver por su papeleta de voto los problemas más ajenos a su competencia.

Pero estirar, dilatar así la liberdad es el medio más seguro y más pérfido de suprimirla. Cuando se abusa de un bien, se pierde la facultad de usarlo. El que quiere correr hoy demasiado, mañana no podrá ni andar... Tras haber paseado sus deseos y su elección entre los alimentos carnívoros, el herbívoro corrompido ya no sabe elegir sanamente entre las plantas que le rodean; el hombre del pueblo, relleno de "ideas generales" y de ambiciones fantásticas, pierde la prudencia específica de su medio social y professional. Fuera de su orden, no es libre: no tiene más que la ilusión de la libertad; en realidad, está movido por palabras huecas o pasiones malsanas y su soberanía universal se resuelve en humo y en comedia. Pero lo más grave, lo terrible, es que ya ni siquiera en su orden es libre. Nada ha contribuído tanto a destruir en el alma de las masas la libertad verdadera y la verdadera prudencia como ese mito de la libertad.

Puede modificarse así la frase de Pascal: Cuando se quiere introducir la libertad donde no existe, se la destruye donde Dios la ha puesto. El hombre que no acepta ser relativamente libre, será absolutamente esclavo.

Fonte: "Diagnósticos de fisiología social" - Madrid: Nacional, 1958

quarta-feira, 14 de julho de 2010

El espiritu de economia

Los hombres maduros de hoy, imbuídos todavia de los principios del siglo XIX, acostumbran a lamentarse de la ruina casi completa del espíritu de economia en las jóvenes generaciones. Ya no se ahorra nada: los obreros, los empleados modernos, incluso los matrimonios jóvenes, gastan cada semana o cada mes la totalidad de lo que ganan. Más aún: se hipoteca el porvenir, se derrocha, comprando a crédito, lo que todavia no se posee. (En efecto, nuestra época conoce la paradoja corruptora de un crédito muy amplio para lo superfluo---piénsese en las facilidades concedidas para la compra de autos, de aparatos de radio...---mientras que el crédito para las cosas necesarias, alimentación y vestido, ha desaparecido casi totalmente.) Esta invasión del porvenir es la contrapartida devoradora del antiguo espíritu de economia: es una previsión al revés. El hombre que en otros tiempos reservaba algo para el mañana podía decir: El porvenir estará lleno de lo que yo voy reuniendo en el presente. El despilfarrador moderno puede decir: El porvenir estará vacío de lo que yo devoro en el presente. El primeiro nutre al futuro; el segundo le desangra.

Pero este derroche de dinero que escandaliza al burgués clásico no es más que el síntoma más visible, más externo, de una tara que afecta hasta el fondo el alma moderna: El hombre de hoy se va haciendo, en todos los terrenos, cada vez más incapaz de reserva. Ya no se sabe esperar, todo el mundo quiere recibir inmediatamente el pago de lo que hace, inmediatamente se recorren hasta su extremo todas las posibilidades de placer... Los autores no se toman el tiempo necesario para escribir decorosamente, por prisa de publicar; los amantes se poseen carnalmente casi antes de conocerse... Esta precipitación es indicio de un profundo agotamiento de los caracteres: la fuerza y el equilibrio internos de un hombre se miden por la distancia que este hombre puede suportar entre su trabajo---o su amor---y su recompensa. En el último extremo, el hombre consiente en no ser pagado jamás...

Evidentemente, la desaparición de esa ansia estrecha y sórdida de acumular dinero, que fué el pecado del siglo pasado, no merece ser deplorada. Pero la discrepancia de nuestra derrochadora juventud con sus atesoradores padres, ¿es superación o degeneración? Economizar, poner en reserva, es una exigencia central de la naturaleza humana, y entender estas palabras en el único sentido de amontonamiento de bienes materiales es limitar el problema y desnaturalizarlo arbitrariamente. Un señor medieval, un santo, un artista, un simple campesino encerrado en el terruño paterno y cargado de familia, no amontonaban ciertamente dinero. Pero acumulaban otra cosa: un capital de virtudes, de tradiciones, de buenas costumbres, sin hablar de otras reservas materiales, pero vitales, como las tierras, las casas con sus mobiliarios, etc. Estas gentes sabían negarse a la llamada del atractivo inmediato. Sabían privarse de algo hoy (piénsese en los sacrificios de un caballero, de un asceta, de un simple padre de familia) en función de un porvenir que tenían que defender y que fecundar. El espíritu de economia, en el sentido más alto de la palavra, se confunde con el espíritu de fidelidad y de sacrificio.

La burgusesía del siglo XIX tendío a sustituir por reservas de dinero las reservas vitales y espirituales de los siglos precedentes. Peligrosa inversión de valores: la reserva de dinero---cosa en sí misma ficticia, anónima y sin valor humano intrínseco---se convierte en una fuente de decadencia y de catástrofes cuando el instinto de previsión se adscribe a ella en detrimento de las reservas nutricias. Se han visto, por ejemplo, y se ven todavía, parejas que se abstienen de tener y de criar hijos para asegurarse en su vejez rentas más amplias. Si este proceder se generalizase, ¿qué valdría el dinero prestado al Estado en una sociedad de viejos, todos igualmente improductivos y todos a cargo del Estado, es decir, a cargo los unos de los otros? La reserva de dinero, si no es confirmada y controlada, tanto en su constitución como en su uso, por la formación, al menos paralela, de reservas humanas (es decir, ante todo de hijos, futuros productores, y de buenas costumbres que permitirán a esos hijos hacer fructificar sanamente el dinero), la reserva de dinero, repito, se convierte en riqueza muerta, en riqueza empobrecedora. El marasmo económico de la Francia actual no tiene otra causa que ese diferencia cada vez más considerable entre la reserva-dinero y las reservas reales de la nacion1.

Por lo demás, el ahorro mezquino y sin contrapeso de las generaciones precedentes preparó la oleada de despilfarro de la hora actual. La sana previsión estaba ya muerta en el alma de aquellos franceses que colocaban su esperanza, su seguridad suprema, en un capital, en una cifra. Es un proceso clásico: toda virtud próxima a desaparecer comienza por materializarse, por perder la flexibilidad, la fluidez de la vida, fraguando en un ídolo inflexible y hueco. Lo que va a pudrirse comienza por anquilosarse. La rigidez cadavérica precede a la delicuescencia. Lo mismo que el falso pudor engendra el desenfreno y el chauvinismo engendra el olvido de la patria, la previsión muerta de los padres ha dado origen a la imprevisión absoluta de los hijos.

Nosotros llegamos hoy a lo más hondo de la pendiente. Psicológicamente---no se trata de hacer aquí comparaciones morales---, el obrero, el empleado actual que ya no economiza, se sitúa por debajo del burgués egoísta le precedió. Si no guardan ya dinero no es que hayan superado la avaricia, es que ya no son capaces de ningún dominio de sí mismos, de ningún sacrifio; ni siquiera de vencerse en el presente en su proprio interés futuro. Lleguemos hasta el límite: cuando se nos predica el deber de la imprevisión, convendría, ante todo, hacer la distinción entre la imprevisión del santo, que no se inquieta por el porvenir porque ha capitalizado dentro de sí la fuente y la eternidad de la vida, y la imprevisión del decadente, cuya alma oscilante se ha convertido en juguete de cada hora y de cada tentación que pasa y que, tan incapaz de esperar como de elegir, cede constantemente a las solicitaciones inmediatas de un egoísmo sin continuidad y sin unidad.

Porque los seres menos económicos son los más egoístas. Economizar, en el sentido verdadero y sano de la palabra, significa, sobre todo, reservar para mejor dar. Existe, sin duda, una previsión avara y cerrada que se opone a los verdaderos intercambios humanos. Pero su hija legítima, la imprevisión absoluta, es quizá enemigo aún mayor de la comunión y del don. En el ordem material como en el espiritual, la liberalidad, la munificencia, no son posibles más que en aquel cuya severa vigilancia ha sabido crear, en sí y en torno a sí, fuertes reservas. Estas virtudes están muertas hoy día. El hombre ya no tiene reservas en sí mismo, porque se despilfarra. ¿Qué vale el don de sí mismo, su amistad, su amor? No tiene ya reservas en torno a sí: despilfarra su dinero. ¿Qué le queda ya para un verdadero lujo2 (me refiero a un lujo duradero y profundo), para los pobres, para la iglesia, etc.? (Esta decadencia paralela del verdadero lujo y de la caridad es un aflictivo síntoma de nuestros males.) El extremo despilfarro, que se asemeja en apariencia al extremo desprendimiento, coincide en realidad con el extremo egoísmo, con la ruina total de la generosidad. En todos los sentidos, el que más derrocha es el que menos da.

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Si sustituímos ahora el terreno individual por el colectivo, constataremos, al examinar la mayoría de los ideales económicos y políticos de hoy, este mismo desprecio de la economía, esta misma incapacidad de crear reservas, esta misma tendencia a devorarlas.

Para conjurar las diversas crisis, para salvar la sociedad, se proponem remedios rápidos, remedios que lo trastornen todo (nacionalización, depreciación de la moneda, autarquía económica...; y eso sin hablar de la guerra, el la cual todo el mundo piensa en silencio 3. Estos remedios dan fiebre a las naciones. Pero fiebre consuntiva y no reactiva, fiebre que, en lugar de barrer las impurezas, destruye las reservas. Las naciones buscan la salvación en aquello mismo que las mata. Cada ensayo renovador representa un latigazo que comunica al organismo colectivo un vigor ficticio a cambio de la consunción de una reserva vital. Se dilapidan los más ocultos, los más profundos recursos del cuerpo social (me refiero a cosas tan diversas como la estabilidad monetaria, la continuidad y la sana especialización profesional, la inserción del individuo en los viejos cuadros locales, familiares y religiosos) en provecho de un éxito efímero, de una euforia de agonizante. la salvación de la hora presente tiene como contrapartida la degradación del porvenir. ¿Qué se saba hoy de la verdadera política, de la prudencia paciente y silenciosa que prevé, que crea reservas?

El estigma esencial del socialismo---¿y qué nación no está hoy más o menos infestada por el virus socialista?---reside en esto: El socialismo desconoce, destruye las reservas, las lentas reservas dormidas, la paciencia conservadora de los órganos profundos. Allí donde están los pozos de la vida, los pozos de la tradición, de la autoridad, de la experiencia, los pozos en que calladamente se reposta la caravana social, el socialismo no ve más que parásitos y obstáculos. Confunde las reservas con la inutilidad. Todo lo que conserva, tanto en el mundo de los cuerpos como en el de las almas, provoca su aversión: ¿puede ser casualidad el que envuelva en un mismo odio la propiedad y la religión?

El socialismo tiene fobia al espesor. El instinto degradante y antivital que habita en él se subleva contra las fuerzas sustanciales que acumulan, dominan y equilibran; contra la densidad de los poderes internos que retienen el devenir humano en un surco de armonía. En estos elementos de estabilidad y de vida la ideología marxista no ve más que peso muerto y absurda ociosidad. Esas fuerzas que esperan, que se ocultan y se callan, le son insoportables. El ideal de "la gran noche" no tiene más que un sentido: traer a la superficie y consumir en un vasto fuego de artificio material todas las antiguas reservas de la humanidad, y alcanzar por medio de esta combustión universal un grado inédito de amplitud y de rapidez en la producción y el los intercambios sociales. En una palabra: transformar el organismo colectivo en ese ser, infinitamente plano por infinitamente rápido, que concibió la fantasía de Einstein. Fuera el lastre, fuera el peso muerto, fuera las reservas paralizantes: sólo quedará un velo sin espesor ni densidad que el viento de los "grandes principios" podrá remover a su gusto: ¡la racionalización de la humanidad! Pero la vieja masa espesa y lenta puede reaccionar contra los cataclismos; tiene reservas para atravesar los desiertos y resistir a las tempestades, mientras que un soplo contrario basta para reventar definitivamente esta membrana infinitamente ligera, infinitamente plana.

[1] Escrito en 1939.
[2] El verdadero lujo tiene algo de ascético. Sólo es posible en los medios en que los hombres se apoyan en una fuerte reserva hereditaria y personal. Es significativo constatar que la desaparición del verdadero lujo y de la liberalidad sigue siempre a la desaparición de las aristocracias.
[3] Estas líneas han sido escritas en 1937.

Fonte: "Diagnosticos de fisiologia social" - Madrid: Nacional, 1958.

sexta-feira, 9 de julho de 2010

Eadem velle...

Só um amor comum pode ser a prova de um amor recíproco. Chamo a esta lei central do amor o princípio do terceiro incluído. Há um egoísmo a dois; um egoísmo a três é mais difícil de conceber. Este terceiro que serve de prova ao amor pode ser uma criatura, ou Deus, ou uma obra, ou uma missão comum (ou várias coisas ao mesmo tempo), mas a sua presença é sempre necessária. O solus ad solum não é uma coisa sã: ainda na forma mais elevada da dilecção (a união mística) é o amor do próximo que serve de prova ao amor de Deus. Fora desta doação comum a uma terceira realidade, o amor só poderá ser uma mistura de egoísmo e de ilusão---uma idolatria. A verdadeira união entre os amantes reside menos talvez em que se dêem um ao outro, do que em que se dêem ambos a um mesmo objeto. E é sem dúvida esse o sentido da velha definição: eadem velle, eadem nolle.

Como imaginar, além disso, o nascimento de um afecto real entre dois seres que, desde o primeiro momento, se não sentissem ligados por igual entusiasmo em relação às mesmas coisas? Sem esta comunhão, o amor reduz-se a um vulgar reflexo de açambarcamento e de conquista. A fragilidade dos afectos que não repousam sobre um comum dom de si e se pretendem bastar a si próprios (apenas nós...) é experiência corrente: o amor recíproco não tarda em morrer de inanição se nenhum amor comum o alimentar.

Fonte: "O que Deus uniu" - Editorial Aster - Colecção Éfeso