quarta-feira, 14 de julho de 2010

El espiritu de economia

Los hombres maduros de hoy, imbuídos todavia de los principios del siglo XIX, acostumbran a lamentarse de la ruina casi completa del espíritu de economia en las jóvenes generaciones. Ya no se ahorra nada: los obreros, los empleados modernos, incluso los matrimonios jóvenes, gastan cada semana o cada mes la totalidad de lo que ganan. Más aún: se hipoteca el porvenir, se derrocha, comprando a crédito, lo que todavia no se posee. (En efecto, nuestra época conoce la paradoja corruptora de un crédito muy amplio para lo superfluo---piénsese en las facilidades concedidas para la compra de autos, de aparatos de radio...---mientras que el crédito para las cosas necesarias, alimentación y vestido, ha desaparecido casi totalmente.) Esta invasión del porvenir es la contrapartida devoradora del antiguo espíritu de economia: es una previsión al revés. El hombre que en otros tiempos reservaba algo para el mañana podía decir: El porvenir estará lleno de lo que yo voy reuniendo en el presente. El despilfarrador moderno puede decir: El porvenir estará vacío de lo que yo devoro en el presente. El primeiro nutre al futuro; el segundo le desangra.

Pero este derroche de dinero que escandaliza al burgués clásico no es más que el síntoma más visible, más externo, de una tara que afecta hasta el fondo el alma moderna: El hombre de hoy se va haciendo, en todos los terrenos, cada vez más incapaz de reserva. Ya no se sabe esperar, todo el mundo quiere recibir inmediatamente el pago de lo que hace, inmediatamente se recorren hasta su extremo todas las posibilidades de placer... Los autores no se toman el tiempo necesario para escribir decorosamente, por prisa de publicar; los amantes se poseen carnalmente casi antes de conocerse... Esta precipitación es indicio de un profundo agotamiento de los caracteres: la fuerza y el equilibrio internos de un hombre se miden por la distancia que este hombre puede suportar entre su trabajo---o su amor---y su recompensa. En el último extremo, el hombre consiente en no ser pagado jamás...

Evidentemente, la desaparición de esa ansia estrecha y sórdida de acumular dinero, que fué el pecado del siglo pasado, no merece ser deplorada. Pero la discrepancia de nuestra derrochadora juventud con sus atesoradores padres, ¿es superación o degeneración? Economizar, poner en reserva, es una exigencia central de la naturaleza humana, y entender estas palabras en el único sentido de amontonamiento de bienes materiales es limitar el problema y desnaturalizarlo arbitrariamente. Un señor medieval, un santo, un artista, un simple campesino encerrado en el terruño paterno y cargado de familia, no amontonaban ciertamente dinero. Pero acumulaban otra cosa: un capital de virtudes, de tradiciones, de buenas costumbres, sin hablar de otras reservas materiales, pero vitales, como las tierras, las casas con sus mobiliarios, etc. Estas gentes sabían negarse a la llamada del atractivo inmediato. Sabían privarse de algo hoy (piénsese en los sacrificios de un caballero, de un asceta, de un simple padre de familia) en función de un porvenir que tenían que defender y que fecundar. El espíritu de economia, en el sentido más alto de la palavra, se confunde con el espíritu de fidelidad y de sacrificio.

La burgusesía del siglo XIX tendío a sustituir por reservas de dinero las reservas vitales y espirituales de los siglos precedentes. Peligrosa inversión de valores: la reserva de dinero---cosa en sí misma ficticia, anónima y sin valor humano intrínseco---se convierte en una fuente de decadencia y de catástrofes cuando el instinto de previsión se adscribe a ella en detrimento de las reservas nutricias. Se han visto, por ejemplo, y se ven todavía, parejas que se abstienen de tener y de criar hijos para asegurarse en su vejez rentas más amplias. Si este proceder se generalizase, ¿qué valdría el dinero prestado al Estado en una sociedad de viejos, todos igualmente improductivos y todos a cargo del Estado, es decir, a cargo los unos de los otros? La reserva de dinero, si no es confirmada y controlada, tanto en su constitución como en su uso, por la formación, al menos paralela, de reservas humanas (es decir, ante todo de hijos, futuros productores, y de buenas costumbres que permitirán a esos hijos hacer fructificar sanamente el dinero), la reserva de dinero, repito, se convierte en riqueza muerta, en riqueza empobrecedora. El marasmo económico de la Francia actual no tiene otra causa que ese diferencia cada vez más considerable entre la reserva-dinero y las reservas reales de la nacion1.

Por lo demás, el ahorro mezquino y sin contrapeso de las generaciones precedentes preparó la oleada de despilfarro de la hora actual. La sana previsión estaba ya muerta en el alma de aquellos franceses que colocaban su esperanza, su seguridad suprema, en un capital, en una cifra. Es un proceso clásico: toda virtud próxima a desaparecer comienza por materializarse, por perder la flexibilidad, la fluidez de la vida, fraguando en un ídolo inflexible y hueco. Lo que va a pudrirse comienza por anquilosarse. La rigidez cadavérica precede a la delicuescencia. Lo mismo que el falso pudor engendra el desenfreno y el chauvinismo engendra el olvido de la patria, la previsión muerta de los padres ha dado origen a la imprevisión absoluta de los hijos.

Nosotros llegamos hoy a lo más hondo de la pendiente. Psicológicamente---no se trata de hacer aquí comparaciones morales---, el obrero, el empleado actual que ya no economiza, se sitúa por debajo del burgués egoísta le precedió. Si no guardan ya dinero no es que hayan superado la avaricia, es que ya no son capaces de ningún dominio de sí mismos, de ningún sacrifio; ni siquiera de vencerse en el presente en su proprio interés futuro. Lleguemos hasta el límite: cuando se nos predica el deber de la imprevisión, convendría, ante todo, hacer la distinción entre la imprevisión del santo, que no se inquieta por el porvenir porque ha capitalizado dentro de sí la fuente y la eternidad de la vida, y la imprevisión del decadente, cuya alma oscilante se ha convertido en juguete de cada hora y de cada tentación que pasa y que, tan incapaz de esperar como de elegir, cede constantemente a las solicitaciones inmediatas de un egoísmo sin continuidad y sin unidad.

Porque los seres menos económicos son los más egoístas. Economizar, en el sentido verdadero y sano de la palabra, significa, sobre todo, reservar para mejor dar. Existe, sin duda, una previsión avara y cerrada que se opone a los verdaderos intercambios humanos. Pero su hija legítima, la imprevisión absoluta, es quizá enemigo aún mayor de la comunión y del don. En el ordem material como en el espiritual, la liberalidad, la munificencia, no son posibles más que en aquel cuya severa vigilancia ha sabido crear, en sí y en torno a sí, fuertes reservas. Estas virtudes están muertas hoy día. El hombre ya no tiene reservas en sí mismo, porque se despilfarra. ¿Qué vale el don de sí mismo, su amistad, su amor? No tiene ya reservas en torno a sí: despilfarra su dinero. ¿Qué le queda ya para un verdadero lujo2 (me refiero a un lujo duradero y profundo), para los pobres, para la iglesia, etc.? (Esta decadencia paralela del verdadero lujo y de la caridad es un aflictivo síntoma de nuestros males.) El extremo despilfarro, que se asemeja en apariencia al extremo desprendimiento, coincide en realidad con el extremo egoísmo, con la ruina total de la generosidad. En todos los sentidos, el que más derrocha es el que menos da.

* * *

Si sustituímos ahora el terreno individual por el colectivo, constataremos, al examinar la mayoría de los ideales económicos y políticos de hoy, este mismo desprecio de la economía, esta misma incapacidad de crear reservas, esta misma tendencia a devorarlas.

Para conjurar las diversas crisis, para salvar la sociedad, se proponem remedios rápidos, remedios que lo trastornen todo (nacionalización, depreciación de la moneda, autarquía económica...; y eso sin hablar de la guerra, el la cual todo el mundo piensa en silencio 3. Estos remedios dan fiebre a las naciones. Pero fiebre consuntiva y no reactiva, fiebre que, en lugar de barrer las impurezas, destruye las reservas. Las naciones buscan la salvación en aquello mismo que las mata. Cada ensayo renovador representa un latigazo que comunica al organismo colectivo un vigor ficticio a cambio de la consunción de una reserva vital. Se dilapidan los más ocultos, los más profundos recursos del cuerpo social (me refiero a cosas tan diversas como la estabilidad monetaria, la continuidad y la sana especialización profesional, la inserción del individuo en los viejos cuadros locales, familiares y religiosos) en provecho de un éxito efímero, de una euforia de agonizante. la salvación de la hora presente tiene como contrapartida la degradación del porvenir. ¿Qué se saba hoy de la verdadera política, de la prudencia paciente y silenciosa que prevé, que crea reservas?

El estigma esencial del socialismo---¿y qué nación no está hoy más o menos infestada por el virus socialista?---reside en esto: El socialismo desconoce, destruye las reservas, las lentas reservas dormidas, la paciencia conservadora de los órganos profundos. Allí donde están los pozos de la vida, los pozos de la tradición, de la autoridad, de la experiencia, los pozos en que calladamente se reposta la caravana social, el socialismo no ve más que parásitos y obstáculos. Confunde las reservas con la inutilidad. Todo lo que conserva, tanto en el mundo de los cuerpos como en el de las almas, provoca su aversión: ¿puede ser casualidad el que envuelva en un mismo odio la propiedad y la religión?

El socialismo tiene fobia al espesor. El instinto degradante y antivital que habita en él se subleva contra las fuerzas sustanciales que acumulan, dominan y equilibran; contra la densidad de los poderes internos que retienen el devenir humano en un surco de armonía. En estos elementos de estabilidad y de vida la ideología marxista no ve más que peso muerto y absurda ociosidad. Esas fuerzas que esperan, que se ocultan y se callan, le son insoportables. El ideal de "la gran noche" no tiene más que un sentido: traer a la superficie y consumir en un vasto fuego de artificio material todas las antiguas reservas de la humanidad, y alcanzar por medio de esta combustión universal un grado inédito de amplitud y de rapidez en la producción y el los intercambios sociales. En una palabra: transformar el organismo colectivo en ese ser, infinitamente plano por infinitamente rápido, que concibió la fantasía de Einstein. Fuera el lastre, fuera el peso muerto, fuera las reservas paralizantes: sólo quedará un velo sin espesor ni densidad que el viento de los "grandes principios" podrá remover a su gusto: ¡la racionalización de la humanidad! Pero la vieja masa espesa y lenta puede reaccionar contra los cataclismos; tiene reservas para atravesar los desiertos y resistir a las tempestades, mientras que un soplo contrario basta para reventar definitivamente esta membrana infinitamente ligera, infinitamente plana.

[1] Escrito en 1939.
[2] El verdadero lujo tiene algo de ascético. Sólo es posible en los medios en que los hombres se apoyan en una fuerte reserva hereditaria y personal. Es significativo constatar que la desaparición del verdadero lujo y de la liberalidad sigue siempre a la desaparición de las aristocracias.
[3] Estas líneas han sido escritas en 1937.

Fonte: "Diagnosticos de fisiologia social" - Madrid: Nacional, 1958.