sexta-feira, 24 de setembro de 2010

Igualitarismo y funcionarismo o el mito del paso a nivel

Tanto en el ordem económico como en el orden social, el liberalismo absoluto es una monstruosidad. Ciertamente, las desigualdades sociales tienen un fundamento natural, pero determinar su expansión y sus relaciones no corresponde sólo a la naturaleza. El libre juego de intereses y apetitos no ha engendrado jamás otra cosa que terribles desórdenes. Aquí, como en todo lo que es humano, la "bondadosa naturaleza" no se basta a sí misma; ha de ser a la vez respectada y perfeccionada, y a la inteligencia y a la voluntad humana (al poder político en nuestro caso) incumbe la tarea de coordinar y de controlar las desigualdades engendradas por la natureza.

La tarea es ardua. Hay que intervenir sin herir; organizar sin destruir. Frente a las desigualdades naturales entre los hombres, acechan a los poderes públicos dos aberraciones opuestas: la primera consiste en abandonar la naturaleza a sí misma; es la antigua concepción del liberalismo: laissez faire, laissez passer: el azar lo hará mejor que nosotros; la segunda consiste en levantarse contra la raíz misma de la desigualdad y proceder a una refundición general de la naturaleza: éste es el ideal del estatismo socialista. La una vale tanto como la otra; la una trae consigo la otra. El estatismo sigue implacablemente al liberalismo absoluto1. Cuando las desigualdades sanas y necesarias en principio, pero abandonadas a todas las corrupciones del azar y del egoísmo, se envenenam y en lugar de completar-se se oponen en detrimento del conjunto, la salvación, en apariencia, reside en suprimirlas. Por muy precioso que nos sea un órgano, si la anarquía cancerosa se instala en él, no queda más que un remedio: la extirpación. Trágico remedio, en verdad, que roza y precede a la muerte. Más habría valido saber preservar para no tener necesidad de destruir. Es tan insensato --- en todo asunto humano, y sobre todo en materia social --- abandonar la naturaleza a si misma como luchar contra la naturaleza.

* * *

El paso a nivel constituye un maravilloso símbolo del estado socialista e igualitário. Una sociedad natural tiene sus altos y sus bajos, sus diferencias, su jerarquía. ¡Qué complicada es la naturaleza! Y esta complejidad, esta gradación, este hormiguear de desigualdades y privilegios que la naturaleza nos presenta, aparecen forzosamente ante los ojos niveladores de un espíritu recién nacido como la imagen del caos o, más exactamente, de la injusticia. Menos mal que el hombre está ahi para rectificar la tiránica y caprichosa naturaleza. En consecuencia, se concibe y se intenta realizar un organismo social, según el modelo del paso a nivel. Es la solución más sencilla, la más fácil y, sobre todo, la más equitativa. Pero ¡qué emboscadas nos tiende la facilidad...!

En una verdadera jerarquía hay una gran flexibilidad: sus miembros, existiendo y operando cada uno en su nivel específico, se sostienen y se vivifican recíprocamente: la fricciones , los choques, las "colisiones" están reducidos al mínimum. En el paso a nivel, donde se cruzan los convoyes más dispares, las catástrofes se multiplican. El igualitarismo ha arrasado los desniveles. Realmente, es tan costoso como injusto superponer la carretera a la vía férrea. Pero de la confusión en el mismo nivel de elementos irreductibles nacen agotadoras confusiones o colisiones mortales. Es instrutivo comprobar hasta qué punto dos elementos, que son sinérgicos mientras permanecen distintos el uno del otro y subordinados el uno al otro, pueden convertirse en antagonistas cuando una fantasia igualitaria los nivela...

No hay más remedio que evitar la confusión y las colisiones. Para ello surgen las barreras y los guardabarreras: una infernal complejidad, precio de la utópica simplicida de la construcción social. El guardabarrera no tiene función social positiva: no sirve para nada, más que para proteger al igualitarismo contra sí mismo. Su labor, puramente negativa, consiste en inhibir, interrumpir, perturbar la marcha de vehículos que tan armoniosamente se cruzarían sin necesidad de control rígido, sin despilfarro de tiempo ni energía, si circulasen a niveles diferentes. El vendaje de la barrera no recubre jamás enteramente la herida abierta por la institución del paso a nivel en el corazón de las exigencias primordiales de la sociedad humana.

Moraleja: el paso a nivel representa el ideal, el estado de igualdad abstracta, de justicia matemática; el guardabarrera simboliza la proliferación agotadora de organismos de control, de defensa y de protección: el funcionarismo. Dos polos indisolubles de la misma realidad; se ha querido simplificarlo todo, igualarlo todo; se ha soñado con reducir el cuerpo social a una figura geométrica plana. Resultado: la complejidad orgánica de la naturaleza, la complejidad viva, fecunda, hija y servidora de la unidad, ha sido sustituída por una complejidad mecánica, artificial, parasitaria. La experiencia llevada a cabo desde have viente años en la Rusia soviética ilustra brillantemente esta doble cara de la revolución socialista.

La herejía del paso a nivel tiene por castigo la barrera y el parásito que la guarda. De modo semejante, la herejía igualitaria busca un remedio a su aberración, a la fatalidad disolvente que anida en lo hondo de sus entrañas, en un funcionarismo amorfo y desmesurado. Pero éste es un remedio que extenúa, que envenena. El funcionarismo es el igualitarismo que se mata a sí mismo al defenderse contra sí mismo.

[1] Me interesa subrayar que el liberalismo aquí atacado no tiene nada de común con el neoliberalismo económico: el de un W. Lippmann, por ejemplo.

Fonte: "Diagnósticos de fisiología social" - Madrid: Nacional, 1958

sábado, 18 de setembro de 2010

El mito de la sinceridad

Uno de los rasgos más sobresalientes de nuestra época consiste en poner en tela de juicio y en subvertir todos los valores tradicionales. Intentad hablar, en ciertos medios, de verdad, de sabiduría, de virtud, etcétera, y vuestro anacronismo hará sonreír. Sólo la sinceridad escapa a este naufragio universal: es el último valor admitido, el que permite todos los demás y ocupa el lugar de ellos. Cuántas veces he oído decir, a propósito del autor de una obra básicamente pornográfica o de un apologista de la violencia: "¡pero es sincero!", con un acento lleno de una indulgencia que rayaba en la aprobación.

Primeira observación: no estoy seguro de que todos esos campeones de la siceridad sean sinceros. En un siglo en que la inconveniencia ha entrado en las convenciones, en que tanto el exhibicionismo sexual como los actos o los relatos de violencia provocan la admiración y aseguran el éxito, la hipocresía puede muy bien consistir en fingir las peores audacias, al igual que antes consistía en salvar las aparencias de la moralidade y del "buen tono". ¿Pues quién dijo---y la frase llega muy lejos---que, "para ciertos hombres, la única virtud es la de aparentar no ser hipócrita"?

Precisemos más la cuestión. ¿Qué es la sinceridad?

El hombre sincero, dice el diccionario, es el que expresa con verdad lo que siente y lo que piensa.

Esta definición basta para probar que la siceridad absoluta no puede existir. Si cada uno se dedicara a exteriorizar, con palabras y con actos, todo lo que siente y lo que piensa, ninguna vida humana sería posible. Los ejemplos abundan en nuestra vida cotidiana.

¿Estaba siendo insincero cuando, bajo un bombardeo aéreo en 1944 y con todos mis miembros temblando, me esforzaba por no traslucir nada de mi emoción y en tranquilizar a mis vecinos? ¿Soy insincero cuando me pongo a trabajar a una hora fija mientras tengo unas ganas locas de pasearme por la naturaleza? ¿O bien si, al discutir con una cotorra mundana que mantiene ante mí tesis absurdas, domino mi irritación, que me incita a gritarle que no es más que una loca y a romper la conversación, y continúo hablando con calma y sonriéndole amablemente? Solamente los animales y los niños muy pequeños son total y continuamente "sinceros": gritan, golpean, comen o se niegan a comer siguindo el impulso del momento. "Cuando quiero saber qué es la sinceridad---decía Gide---miro a un pero royendo un hueso." ¿Pero es éste un ideal para el hombre?

Y de hecho, las emociones y los móviles más elementales, los más cercanos al instinto animal (impulsos sexuales, reflejos de agresividad, de miedo, de pereza, etc.), son los más espontáneos en nosotros y los que, cuando los traducimos exteriormente, dan una más intensa impresión de sinceridad.

Lo que se olvida con demasiada facilidad es que la realidad humana encierra varios grados (desde el reflejo meramente biológico hasta el ideal puramente espiritual, pasando por la imaginación y la pasiones) y, en cada grado, la respectiva forma de sinceridad. Y que a menudo hay rivalidades y conflictos entre esos grados, de manera que la obediencia a los motivos más elevados implica la inhibición y, consecuentemente, el disimulo de los móviles inferiores.

Volvamos a los ejemplos más arrida citados. Cuando el miedo se apodera de mí, ¿dónde está "mi verdad" más profunda?: ¿en mi cuerpo, que tiembla, o en mi espíritu, que se niega a ceder a ese temblor? O cuando trabajo en vez de pasearme: ¿en mi pereza o en mi fidelidad a mi deber de estado? O, finalmente, cuando me propongo soportar con paciencia la "lengua desbocada" de aquella loca: ¿en mi irritación espontánea o en mi deliberado deseo de benevolencia hacia todos los seres? Digamos que, en todos estos casos, escojo entre dos sinceridades de muy desigual cualidad, consistente una de ellas en abandonarme a mis humores y la otra en obedecer a mi voluntad. En otras palabras, quizá soy menos sincero con relación a mis emociones, pero soy más auténtico con relación a mis deberes. Enseño menos lo que soy, pero me acerco más a lo que debo ser.

Si se hace de la sinceridad, a cualquier nivel y a cualquier precio, un valor absoluto, se minan a la vez todas las virtudes sobre las que reposa el edificio individual y social: dominio de sí mismo, disciplina interior y exterior, pudor, urbanidad, etc. Y la única verdad que permanece es la del caos.

La confesión católica no da la absolución más que si el reconocimiento de la falta va acompañado del firme propósito de evitar las recaídas. De la misma manera, en um plano enteramente distinto---el de la estrategia política---, la autocrítica marxista. Pero para los "incondicionales" de la sinceridad, el simple reconocimiento de la falta entraña la absolución, y la exhibición de lo peor dispensa de la búsqueda de lo mejor.

Ideal de decomposición, el el más amplio sentido de la palabra. De hecho, ¿hay algo más "sincero" que una casa que se derrumba? Con admirable franqueza, ésta descubre todos los materiales que la componían y cuya armonía para ser un edificio recababa que algunos permanecieran ocultos, pero la verdad de cada detalle se obtiene a expensas de la verdad del conjunto, pues, precisamente, ya no hay casa. Lo mismo ocurre con el hombre. ¿Habría que proponerle como supremo valor la construcción de sí mismo---con todo lo que implica de elección, de eliminación y de partes veladas---o bien descubrir sin discernimiento todos los elementos de su ser, al final de lo cual ya no hay hombre? ¿Y se debe, bajo pretexto de sinceridad, preferir la piqueta del demoledor a la paleta del albañil? Reacción contra la hipocresía de las generaciones precedentes, se dirá. Es cierto em parte. Pero una reacción excesiva es con frecuencia un remedio peor que el proprio mal. ¿Acaso ayuda a un ciego que está al borde de una zanja a sua derecha empujarle tan fuerte que caiga en la zanja de su izquierda? El único medio de salvar la virtud de la sinceridad es ejercerla en el sentido que hemos indicado: como fidelidad a lo mejor y más verdadero que en nosotros hay y, a igual distancia de la hipocresía, que es su contrario, y del exhibicionismo, que es su caricatura.

Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva, 2005