quinta-feira, 30 de dezembro de 2010

Ano novo

A virtude cristã da esperança não tem relação com o mito do progresso. Quando Mistral nos exorta "a fé num ano novo", esta confiança no futuro, fundada na comunhão com as origens do ser, nada tem de comum com o "sentido da história" dos progressistas modernos. Não é a transposição no futuro das promessas da eternidade, é a fé na eternidade que se projecta sobre o futuro.

Eu creio também no ano novo. O que distingue a minha esperança da dos adoradores da história, é que eles crêem na virtude intrínseca e necessária da transformação, num futuro certamente melhor que o passado---e isto por efeito do poder criador de tudo o que perdura, ou, se são crentes, num plano divino da história, pelo que a vida terrestre ir-se-á aproximando cada vez mais da vida celeste. Eu, porém, não creio nem no passado nem no futuro como tais; acredito sòmente na eternidade que nos cinge e pode penetrar todas as horas do tempo, se soubermos acolhê-la. Porque Deus, que está presente em todos os pontos do espaço, está igualmente presente a todos os minutos da duração. Crer no futuro, é crer que o amanhã está já contido no seu hoje eterno. Mas isto nada tem que ver com a fé num desenvolvimento contínuo da virtude e da felicidade sobre a terra. Eu não penso que o que vier a acontecer amanhã valerá necessàriamente mais do que as eventualidades de hoje; penso, o que é diferente, que Deus não abandonará nunca aqueles que n'Ele crêem---suceda o que suceder.

É possível que o futuro nos reserve terríveis repressões, mas essas catástrofes temporais não fecharão as portas da eternidade (quem sabe, mesmo, se não ajudarão a abri-las?). O que importa não é que as coisas vão melhor ou pior no tempo, é o vinco que deixa no fundo eterno da alma este melhor ou pior: quid hoc ad aeternitatem?

A história tem, na verdade, um sentido, pois Deus não permite que o universo dure em vão; ora este sentido situa-se fora da história, isto é, não na sequência dos acontecimentos temporais, mas no seu reflexo, no fundo do espelho móvel da eternidade. O tempo é como um caminho à beira do abismo da morte; após algumas horas de marcha, as gerações caem sucessivamente neste abismo. O que conta e dá à história o seu verdadeiro sentido, não é o facto de o caminho ser mais sombreado ou árido, mais direto ou acidentado, mas o que o abismo divino acolhe ou rejeita das colheitas da morte.

Fonte: "O olhar que se esquiva à luz" - Livraria Figueirinhas - Porto, 1957

terça-feira, 21 de dezembro de 2010

Do nada ao infinito

"A rosa tem necessidade do esterco, mas o esterco pode muito bem prescindir da rosa" (L'heure éblouissante).

Sempre esta dependência imediata do mais alto em relação ao mais baixo e esta auto-suficiência do inferior. O poeta e o santo têm necessidade de pão, mas o padeiro pode prescindir de poesia e de santidade.

Todos os bens do espírito, todas as riquezas da alma padecem desta servidão humilhante. Não interessa investigar, por exemplo, a razão do servilismo dos Virgílios perante os Augustos, e de tantos padres em face dos poderes temporais.

Não há a considerar que os bens espirituais, pelo facto de não corresponderem, como os bens materiais, a uma necessidade imediata e universal, são independentes de qualquer critério objectivo de estimação e não possuem outro valor além do que cada um lhes atribui, no segredo incomunicável da alma. Diz-se vulgarmente que "não tem preço" bens, como a beleza, o amor ou a fé. Isto pode significar que valem tudo---e também que nada valem: além de todas as cifras, ou zero.

Mistério e mistificação têm a mesma etimologia: a noite faz sobressair as estrelas e germinar os fantasmas. Para aquele que não tem necessidade da luz solar na "sua passagem" pela terra, as próprias estrelas são fantasmas!

O esterco, o pão e a lã terão sempre o seu preço representado por uma cifra, mas o ideal viverá sempre paredes-meias com a ilusão, o heroísmo com o embuste; e os valores que o amante, o artista e o santo trouxeram ao mundo, oscilarão sem fim, consoante o nosso acolhimento interior, do nada ao absoluto.

Fonte: "O olhar que se esquiva à luz" - Livraria Figueirinhas - Porto, 1957

terça-feira, 14 de dezembro de 2010

La naturaleza y la liturgia

Se acerca la Navidad. Las calles iluminadas, las tiendas desbordantes, los menús de Nochebuena y Fin de año fijados ya por los restaurantes, los programas de las agencias de viajes con motivo de las vacaciones... todo nos recuerda, con un esplendor y una insistencia rayanos en la agresividad, la inminencia del aniversario divino.

Navidad comercial, Navidad gastronómica, Navidad turística, ¿por qué no? Pero no puedo impedir preguntarme en qué se convierte, en medio de esta puja de atracciones profanas, la Navidad religiosa---la de la fe y la oración---que conmemora la liturgia.

Es un hecho a menudo constatado que la celebración de los oficios litúrgicos ha perdido gran parte de su interés para la mayoría de nuestros contemporáneos, comprendidos en ellos ciertos católicos de cuya fe y cujo celo nada nos autoriza, por lo demás, a poner en tela de juicio. "La liturgia está pasada---me confiaba recientemente un joven lleno de ardor y abnegación---: en ella se repiten siempre las mismas palavras y los mismos gestos; lo que cuenta para un cristiano de hoy es la acción, el dinamismo, el sevicio al prójimo, la reforma de las estructuras sociales, etcétera."

¿A qué se debe tal desapego? No sólo al declinar del sentido de lo sagrado, sino también---y los dos fenómenos son correlativos---a las condiciones de la vida moderna.

La liturgia está dominada por la idea de ciclo. Vuelve a traer, día tras día y estación tras estación, y siguiendo un orden inmutable, la celebración de las mismas fiestas. Su desarrollo reproduce el de los ritmos fundamentales de la creación. De ahí que concuerde espontáneamente con la mentalidad de los hombres que viven en vecindad inmediata y permanente con la naturaleza. Eso es lo que pasaba hace apenas un siglo, donde la mayoría de las poblaciones estaban constituidas por agricultores o por gente que residía en el campo. En tal contexto, los acontecimientos litúrgicos se mezclaban por sí mismos con la trama cotidiana de la existencia. La Navidad era esperada como una luz y un calor en pleno corazón del inverno; la Pascua, como la consagración de la primavera; cada domingo, como el hueco de la misma ola en la interminable ondulación. De este modo, la costumbre de las cadencias naturales preparaba al hombre para la conmemoración de los acontecimientos sobrenaturales; el tiempo, encadenado por el ritmo, gravitaba dócilmente alrededor de lo eterno. Pero ¿hay algo más extraño para la mentalidad actual que la idea de ritmo y de ciclo? La historia no se concibe ya como un movimiento circular, sino como un caminhar hacia adelante en el que el porvenir es la negación del pasado (en realidad, es lo uno y lo otro, pero no entra en mis planes desarrollar este tema). Vivimos bajo el doble signo de la aceleración y del cambio, es decir, en oposición al tiempo litúrgico, que nos aporta los mismos alimentos espirituales a intervalos regulares y qye no pueden disminuirse. Pues el tiempo de los hombres---o más bien su empleo del tiempo---concuerda cada vez menos con el ritmo del tiempo creado por Dios y medido por los astros.

En esta atmósfera febril y trepidante, dominada por la búsqueda de lo inédito, es normal que la sensibilidad se desvíe del ciclo invariante de la liturgia. No hay nada que hacer con un presente y un porvenir que se limitan a reproducir el pasado: todo lo que es eco o reflejo de lo eterno en el tiempo aparece como la supervivencia estéril e insípida de una tradición caduca.

Y aquí está el nudo del problema: ¿cómo devolver a los hombres en tal clima el sentido y el gusto por la liturgia?

La solución aparentemente más fácil consite en intentar "rejuvenecer" las cosas divinas, acomodándolas lo mejor posible a las costumbres y a los gustos del siglo. Lo cual implica cambios de decorado, de música, de actitudes, de comentarios, etc. "No tocamos la sustancia del alimiento---me decía un joven clérigo---, variamos la presentación y la condimentación con el fin de que inspiere más el apetito."

No estoy cualificado ni soy la persona competente para juzgar positiva o negativamente el fundamento de cada innovación litúrgica. Me limito a señalar el peligro que existe en comprometerse demasiado pronto en esa línea. Al presentar los misterios religiosos bajo el ángulo, demasiado exclusivo, del espectáculo y de la distracción, se corre el peligro de crear un estado de espíritu en el que la salsa cuente más que el alimento que "acompaña", en el que el atractivo de lo profano sea superior al respeto por lo sagrado. Y además, al querer "modernizar"demasiado lo eterno, lo exponemos al accidente que inevitablemente acecha a toda moda: al rápido envejecimiento y el olvido. De manera que aún se agrava más el mal que se pretende curar.

Por encima de estos paliativos superficiales y provisionales, el verdadero remedio está en devolver a los hombres el sentido de los valores inmutables expresados por la liturgia. Volverle a enseñar la adhesión a las leyes y a los ritmos de la naturaleza, que son la imagen de lo eterno en la duración (¿se pasa de moda la aurora de un día a otro o la primavera de un ano a otro¿), y a las revelaciones de la fe, cuyo infinito desarrollo a lo largo de los siglos no podría agotar su intemporal novedad. Está permitido esperar que la saciedad y la confusión suscitadas por la llamada sociedad de consumo les ayudará, por contraste, a orientarse en este sentido. Pues todo se resume en lo siguinte: tomar conciencia de que lo que permanece es más importante que lo que pasa, y que los fuegos de artificio de la moda, que se encienden y se apagan uno atras otro no dejando más que cenizas, no deben velarnos el permanente destello del sol.

Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva, 2005

quinta-feira, 9 de dezembro de 2010

Moral y literatura

Justo antes de la última guerra, surgió un gran debate sobre el problema de las relaciones entre la moral y la literatura. Los moralistas pretendían que los guardianes de la ciudad tenían un derecho de inspección y de control sobre las producciones literarias, y los intelectuales, enarbolando el sagrado estandarte del "arte por el arte", reinvindicaban para el escritor una absoluta liberdad de expresión. Estos últimos, que contaban en sus filas con las inteligencias francesas más brillantes, se complacían en tratar de imbéciles a sus adversarios, lo que no siempre era falso, considerando la arisca estrechez de ciertos defensores de la moralidad.

Pero Simone Weil---ese espíritu soberano---no temía afirmar que en el debate "eran los imbéciles los que, en gran parte, tenían razón".

Hoy se plantea el mismo problema en términos infinitamente más agudos.

Acabo de leer una novela firmada por un nombre muy célebre (me abstengo de citarlo para evitar una publicidad tan gratuita como perniciosa) donde se describen con un increíble lujo de detalles las más repugnantes torpezas sexuales. El poder evocador del estilo da a esas miserias una intensidad, un colorido, que nunca tienen en la realidad. Pues, como muy bien dice Huxley, la descripcíon de un acto obsceno es siempre más obscena que el proprio acto. Y es precisamente ahí donde está el peligro de la literatura.

Hojeo otras obras. Una exalta las delicias de la droga, otra proclama la legitimidad del aborto, una tercera exalta a los "matones" e invita a la revolución universal, etc.

Podría citar casos muy precisos en los que esta literatura ha empujado a algunas personas al desenfreno, al aborto, al uso de la droga, a la violencia revolucionaria y a veces al suicidio.

La responsabilidad de los escritores es evidente en el sentido de que sus obras han ejercido sobre un cierto número de sus lectores una influencia determinante. ¿Pero qué es una responsabiblidad sin sanciones materiales o morales?

La palabra no tiene sentido más que en la medida en que el individuo paga, de una u otra manera, los platos rotos, es decir, en que sufre personalmente las consecuencias de sus actos.

Así, el industrial o el agricultor incompetentes van a la ruina, el obrero que trabaja mal es despedido, el cirujano descuidado o inhábil pierde su reputación y su clientela, etc. No hay nada parecido para el intelectual: puede desonrar su profesíon al propagar los peores errores y los peores vicios sin que su situación material y su prestigio social sufran en absoluto. Muy al contrario: por ete camino fangoso es como mejor alcanza, con frecuencia, la fortuna y los honores. Los vientos impuros que desencadena no hacen caer las tejas más que sobre las cabezas ajenas.

En efecto, ¿hay algo más escandaloso que el contraste entre la suerte del malhechor y la de sus víctimas?

El más mínimo atentado al pudor merece la prisión para su autor. Multiplicad este atentado hasta el infinito en un libro de gran tirada: os extasiaréis ante vuestra audacia y, quizá (ya se ha dado el caso), el premio Nobel vendrá a coronar vuestra carrera.

Un soldado qeu insulta a un oficial o que se niega a obedecer pasa a un consejo de guerra. Pero se ha representado en la Comédie Française---¡teatro subvencionado por el Estado!---una obra en la que los jefes son arrastados por el fango. Se persigue y se condena a los traficantes y a los usuarios de drogas. Pero está permitido exaltar las falsas borracheras.

Es inútil prolongar esta letanía. Todo se resume en esto: mientras se castiga por todas partes a aquellos que están podridos, se deja en paz o se recompensa a los causantes de la podredumbre. Están lejos los tiempos en que el marqués de Sade (venerado hoy como un genial precursor), que se atrevió a dedicar sus obras obscenas a Napoleón, fue encerrado por éste en un asilo de locos para el resto de su vida.

Y toda esta literatura, que parece emanar de un osario o de una destilería de veneno, se propaga sin control en nombre de la sacrosanta libertad de pensamiento y de expresión. La palabra censura da miedo. Pero las leys contra el alcoholismo, el desenfreno, el proxenetismo---sin hablar de las recientes medidas contra la contaminación de la naturaleza---¿que son sino censuras, es decir, restricciones impuestas a un cierto género de libertades? ¿En virtud de qué principio serían los escritores los únicos en gozar del exorbitante privilegio de la impunidad en la fechoría? !Como si el mal, pensado y expresado, no tuviera más consistencia que un sueño y no se encarnara jamás en la materialidad de los hechos!

Habrá que salir, más pronto o más tarde, de esta absurda situación. No ignoro ninguno de los peligros que conlleva una censura en manos del Estado. Quizá, como sugería Simone Weil, habría que deserar un control ejercido por una instancia menos elevada: algo análogo, por ejemplo, al Consejo del orden de los médicos y de los abogados. Todo está aún por hacer en este campo. Pero todo debe organizarse alrededor de ete pricipio central: la necesidad de una autoridad que recordase a los intelectuales que es demasiado fácil atribuirse todos los derechos sin reconocerse ningún deber y sin incurrir en la menos sanción y que, según la admirable fórmula de Víctor Hugo, "toda idea expresada implica una responsablilidad aceptada".

Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva, 2005