domingo, 13 de novembro de 2011

Convidado: Rafael Gambra


"Seréis como dioses"


Bajo este título, formado por las palabras de la tentación demoníaca a nuestros primeros padres, Gustave Thibon nos ofreció un libro extraño y paradójico. Libro cuya lectura cala las fibras más hondas del creyente y provoca ecos inextinguibles de meditación y de autocrítica.

Llegó a ser muy conocida entre nosotros la personalidad de Gustave Thibon, este autodidacta originalísimo que, desde su aislada vida campesina, supo penetrar hasta su médula los problemas espirituales, religiosos y políticos ---en el más amplio sentido de esta palabra---de nuestra época. Su libro Diagnósticos, traducido al castellano, constituye una de las más luminosas descripciones de nuestro ambiente espiritual; y no menor significación tuvieron para una mente religiosa sus libros El pan de cada día y La crisis moderna del amor, publicados también en nuestra lengua.

Nunca podré olvidar mi primer contacto con la obra de Thibon, precisamente en su libro Diagnósticos. En esta nuestra "Edad de Papel" estamos definitivamente acostumbrados a tratar, no de las cosas mismas, sino de opiniones sobre las cosas, sistema que conduce a la formación de nuevas opiniones, pero en ningún caso a la verdadera evidencia, es decir, a la visión clara y serenante de una realidad dotada de sentido y de valor. En las páginas de Thibon no hay, en cambio, una sola cita ni la menor muestra de erudición. Pero las cosas mismas aparecen bajo su pluma envueltas en una nueva luz que convence y engendra en el ánimo ese aquietamiento dichoso que acompaña a la visión misma de una causa o de una relación explicativas. No me cansaré de recomendar un capítulo de ese libro ---el titulado " La moral y las costumbres"---a quienes quieran conocer la raíz profunda de lo que se llama el problema y la inquietud social de nuestra época.

El filósofo Francisco Brentano, en sus análisis fenomenológicos, distinguía entre lo que llamaba juicio ciego y juicio evidente, experiencia intelectual, esta última, resolutiva, que se justifica por sí misma y no requiere ni admite explicación ulterior. Thibon llega a mostrarnos lo que es social y humanamente sano ---incluso en las reacciones y en las luchas---, distinguiéndose de lo morboso y desvitalizador y ello en forma tal que se engendra en el espíritu una especie de evidencia valoral.

Para este último libro, Thibon ha adoptado la forma escénica; es decir, el libre diálogo de personajes. No precisamente ---nos aclara en el prólogo---para la pintura de caracteres, ni para lograr efectos teatrales, sino para presenciar la reacción humana ante una situación concreta, situación imaginaria que surge del desarrollo de una idea metafísica y religiosa. Del mismo modo que Sartre eligió la pieza teatral para expresar la experiencia existencial, Thibon busca en esta ficción escénica el sentido y el valor de la vivencia religiosa, a la que previamente coloca en una situación límite.

La ciencia positiva se ofrece hoy más como un medio de dominar la naturaleza que como un modo de conocerla. Conscientemente fenoménica y experimental, la ciencia moderna abandona a la filosofía la investigación de unas causas y esencias, hacia las cuales no oculta un marcado desdén. Desde un punto de vista religioso la actitud científica así expresada puede tener, no sólo una justificación, sino una valoración positiva: ayúdate que Dios te ayudará; la oración no dispensa de la acción ni debe esperarse del cielo lo que nosotros no procuramos con nuestras fuerzas; a Dios rogando y con el mazo dando...

Sin embargo, la mentalidad del cientificismo contiene supuestos implícitos que brotan directamente del racionalismo y de los ideales "progresistas". Comte expresó hace más de un siglo esta nueva fe racionalista en su célebre teoría de los tres estadios o fases del conocimiento humano. Situado el hombre primitivo entre fuerzas naturales que le son desconocidas y a menudo adversas, trata primero de interpretarlas como seres divinos, a los que procura tener propicios. Es el estadio mítico o fetichista del pensamiento humano. Ve después que tales fenómenos responden a una legalidad natural, cognoscible aunque no dominable, y trata entonces de explicarlos racionalmente mediante entidades y teorías metafísicas, reservando a un solo Dios---convertido progresivamente en principio filosófico superior---la dirección última de esa estructura filosófico-natural. Se trata del período metafísico del conocimiento, compatible con una supervivencia del estadio religioso en su forma monoteística-racional.

Adviene, por fin, el estadio positivo o científico de la Humanidad, el definitivo y real. El hombre se atiene a lo fenoménico u observable, a los datos positivos, y abandona progresivamente las explicaciones metafísicas y religiosas de la realidad. Así, en tanto el sector de desconocimiento va siendo iluminado por el avance científico, los viejos modos del saber que se erigían sobre el misterio van perdiendo objeto y razón de ser. El término "Progreso" será sólo de la ciencia positiva, es decir, del conocimiento meramente fenoménico y de la técnica. Más tarde, Marx completará la nueva fe racionalista con el ideal político-social practicista: "El mundo no está hecho para ser contemplado, sino para ser transformado". El ideal científico del positivismo es insuficiente a los ojos de Marx por cuanto propugna una actitud cognoscitiva que, aunque meramente fenoménica, es todavía pasiva ante la realidad. El progreso indefinido no dará nunca satisfacción cumplida al hombre, puesto que la omnisciencia es un objetivo solamente teórico, irrealizable en la práctica, y, además, el hombre no es un ser contemplativo. El hombre puede, en cambio, construir, con la ayuda de la técnica científica, el mundo del hombre, el medio adaptado a su naturaleza, el paraíso sobre la Tierra.

Thibon expresa en el pórtico de este libro, con versos de Federico Mistral, este ideal fenoménico-practicista de la ciencia moderna:

II chante les peuples sevrés
Que l'on entend crier a l'horízon;
II chante l'humanité future,
Maitrisant à son gré la monde naturel;
Et, devant l'Homme souverain,
Dieu, pas à pas, se retirant

Esta es, pues, la nueva fe del hombre moderno: fe en la estructura racional del Universo; fe en la capacidad de la mente para penetrarla sin residuo; y fe en la técnica humana para recrear ese Universo a su medida. Fe, en definitiva, en un Paraíso sobre la Tierra.

El hombre, siempre ansioso de su propia seguridad, es muy proclive a jugar en su vida con dos, tres o más barajas: cuantas representen una posibilidad de alcanzar esa seguridad; es decir, a tomar todas las opciones que estén a su alcance. Idéntica tendencia experimenta cuando se trata de su salvación final en un paraíso ---humano o divino---que le libre de la aniquilación o de las tinieblas exteriores. Son muchos los hombres que respiran y aceptan, en el ambiente de su época, la fe tecnicista, y que, por otra parte, han heredado la fe religiosa en un más allá sobrenatural. Y muchos también los que se sienten inclinados a vivir alentando y construyendo el paraíso terreno, pero reservándose también un puesto entre los que esperan en la palabra del que triunfó de la muerte y del pecado.

En materia de fe, sin embargo, ambas opciones no son compatibles, a diferencia del jugar diversos números de la lotería. La fe, para serlo, ha de constituir una entrega total. Del mismo modo que el amor de Dios es "desear perderlo todo antes que ofenderle", así la fe en Dios ha de entrañar una renuncia a cualquier otra promesa o esperanza final que no sea el cumplimiento de su palabra.

Y aquí surge el problema religioso que afronta este libro. ¿Hasta qué punto los cristianos de hoy habrán eludido la disyuntiva entre una y otra fe---la de Cristo o la de la Razón---y habrán jugado a la doble oportunidad y a la doble mentira? ¿Hasta qué punto nos habremos conformado con esta actitud filístea cada uno de nosotros? Como clima de evidencia y meditación, Thibon construye la situación límite del problema, y hace hablar y actuar en ella a personajes humanos individuales, con sus debilidades y esperanzas.

Imaginemos que la ciencia ha alcanzado su meta. Que la Ciudad del Hombre, el paraíso tecnocrático, están hechos y, con la desaparición del dolor y de la muerte, la oración y Dios mismo se han hecho supérfluos, innecesarios para el hombre...

"Durante el siglo XX los cristianos estuvieron divididos en conservadores y progresistas: estos últimos seguían muy de cerca a los tecnócratas y a los marxístas; saludaban a las fábricas como las catedrales del mundo nuevo y veían en el socialismo el cumplimiento del Evangelio. Eran, en fin, más progresistas que cristianos, y este ídolo (su fe) que llevaban en el furgón de equipajes de la Historia no molestaba a nadie ...".

Seguimos imaginando: cuando sobrevino la gran catástrofe---la guerra atómica---ningún cristiano osó ya ver en ella una crisis de crecimiento como en las dos guerras mundiales precedentes. Se habló de invenciones diabólicas, y volvieron a constituirse comunidades como en los primeros tiempos de la Iglesia.

Otros hombres, sin embargo, lejos de este espíritu atávico y negativo, supieron aprovechar las grandes enseñanzas técnicas de la catástrofe. ¡Qué escándalo en esas comunidades cristianas cuando por primera vez se obtuvo la vida en el laboratorio! Unos negaban la evidencia, otros hacían distinciones absurdas, otros hablaban de intervención satánica... La disolución estaba próxima. Los acontecimientos se precipitaron desde ese momento; al poco tiempo se obtiene el suero de la inmortalidad que libraba al hombre del envejecimiento y de la muerte; poco después el control psíquico se logra por el rayo de la persuasión, y una adaptadón dirigida al hombre del hastío y adapta su alma a la inmortalidad.

La conversión a la nueva fe del hombre fue casi unánime y espontánea, como la recepción de la luz al amanecer tras de las tinieblas nocturnas. Casi no fue preciso utilizar el rayo de la persuasión más que con algunos pocos recalcitrantes. La más ilustre de las conversiones fue la del Papa entonces reinante ----Juan XXIV---, quien tras de larga meditación declaró públicamente que la realidad del mundo nuevo era el cumplimiento de las promesas evangélicas, y que la Iglesia había sido su prefiguración mítica. Dejaba en libertad a los fieles, y, por su parte, abdicaba de sus funciones y entregaba la dirección espiritual del mundo a los hombres mismos que habían alcanzado por sí las promesas de Jesucristo. Tras esto, solamente un obispo español se alzó contra la supuesta apostasía del Sucesor de San Pedro, se proclamó Vicario de Jesucristo por la gracia divina, y fulminó anatemas que se perdieron en el vacío de un rebaño que ya no le escuchaba. Naturalmente, rehusó el suero de la inmortalidad, resistió ---sólo el ---el rayo de la persuasión, y murió meses más tarde entre el anatema y la oración.

Alcanzóse así la Ciudad de los Hombres-dioses mediante un mundo tecnificado donde robots mecánicos realizaban cuanto supusiera trabajo y esfuerzo. Dios dejaba entonces de aparecer como consuelo o esperanza, puesto que no existían ya ni el dolor ni el desamparo ni la muerte. La religión ---el sentimiento de dependencia y la oración---parecía haberse extinguido en el corazón humano con las demás fantasmagorías y terrores de "las edades sombrías".

En este mundo nuevo y perfecto, un alma femenina frágil y extraordinariamente sensible ---Amanda---experimenta lo que Koestler llamaba el "dolor incausado" o íntimo del vivir, por oposición al dolor causado, que es el producido por las necesidades e indigencias vitales, el único definitivamente extirpado de aquel mundo.

¿Dónde están los muertos ---se pregunta Amanda---, eso que llamamos "nuestros preparadores", los que, humanos también, precedieron a la Ciudad del Hombre Inmortal? Ellos tenían un alma, como la tengo yo, vivieron en presencia de Dios y, al alcanzarlo en la muerte, Él dio sentido personal y cumplimiento verdadero a sus vidas. ¿Puede haber un Paraíso sobre el eterno insentido de aquellas muertes?

La respiración del alma es la oración... Rezar es pedir... y también aceptar... Pero nosotros no hemos rezado jamás. Nada hay que pedir cuando se tiene todo...; nada que aceptar cuando no se sufre... Amanda, a través del recuerdo y del amor hacia los muertos que la precedieron, hacia esas almas supuestamente aniquiladas, llega a amar al Dios que las habría recibido, a Aquél que murió en el corazón y en la plegaria de sus propias criaturas, por respeto a su decisión y libertad. Y Amanda cae de rodillas y reza al Dios de sus antepasados mortales, al Dios silencioso y desposeído. Oración sin sentido impetratorio, y también sin esperanza; tributo sólo de amor hacia el Inaccesible Desterrado, grito de la finitud encerrada en su propia obra:

"¡Oh tú que nuestros mayores llamaran Padre de los pobres!".
"Más pobre ahora que la flor marchita, él manantial cegado, la
piedra de los viejos caminos por los que nadie pasa ya".
"Poder infínito evaporado en la absoluta debilidad ".
"Amor sin defensa, despojado hasta la nada".
"Dios que se ha dejado quitar todo, Dios que no tiene ya nada que dar".
"Dios que no eres ya más que tí mismo
"Rey sin corona, sol sin rayos, oración sin voz".
"---Dios desnudo, haz de mí tu vestidura..."
"---Dios moribundo, que sea yo el lecho de tu agonía ...".
"---Y si has muerto, que sea yo tu sepulcro ...".

Entonces se opera el milagro de la muerte. Así como en la época del Renacimiento se llamaban Utopías los proyectos de organización total de la vida colectiva, y hoy, en cambio, parece utópico que algo de esa vida escape a la organización, así también el milagro de vencer a la muerte o de resucitar se troca para la Ciudad del Futuro en el milagro de morir. Dios acoge el amor puro y solitario de Amanda, y la lleva hacia sí, a despecho de los múltiples medios técnicos de mantener indefinidamente cada vida.

Helios enamorado de Amanda, la despide con estas palabras:

"Dios desconocido, recibid vuestra imagen. Pero tened piedad de todos los hombres. Haced que la muerte no muera con nosotros. Que ella descienda sobre nuestros hermanos como la lluvia sobre el desierto, como el perdón sobre el pecado. Que sea ella el perro fiel que os reúna el rebaño... ¡Oh tú que has buscado a Dios más allá del paraíso ...!".

El milagro de la muerte anticientífica ---muerte de amor y de añoranza---ha roto por primera vez la unidad del paraíso humano. Dios ha vuelto su mirada al hombre que lo había expulsado de su vida. Todos los cantos de Navidad, todas las campanas de Pascuas, suenan de nuevo. El misterio de la vida y la presencia de Dios retornan al hombre... Para el doctor Weber, técnico del Paraíso Científico, se trata de la última mordedura de la bestia vencida, del viejo terror que reaparece momentáneamente. Para Amanda es el primer grito de Dios que renace, la eterna esperanza que palpita todavía, la sonrisa del Padre sobre el hijo que vuelve a la casa paterna.

La ficción escénica de esta obra de Thibon hace vivir al lector una situación límite en cuyo fundo late esta opción: si un día cualquiera la ciencia lograra suprimir la muerte ¿qué pensarías tú de ese "plan de Dios sobre la Historia" que perpeturía indefinidamente la separación entre el hombre y Dios? Y, sobre todo, ¿qué elegirías? ¿Aprovecharte de un descubrimiento que te privaría para simpre de Aquel que llamas tu Dios, o precipitarte en lo desconocido para reunirte con Él? Esta opción, si se presentase, separaría para siempre los hombres del Progreso de los hombres de la Eternidad.

Esta extraña obra de Thibon tiene dos méritos que podríamos llamar evidenciadores: uno es mostrar en forma vivida la filosofía ---o más bien la profesión de fe ---que se esconde en los ideales científicos, progresistas o tecnocráticos de nuestra época, tan compatible, para muchos, con el mazo activo del creyente que reza. Otro es denunciar la chanson de route a que se reduce la fe en muchos cristianos progresistas, y también en muchos de los que profesan por herencia o por costumbre su credo religioso.

P.S.: Pero el aspecto más sorprendente y estremecedor de esta obra---releída en el año de la muerte del autor---es que fue escrita antes del Concilio, a raíz de su convocatoria. Hoy, visto lo sucedido y en trance de suceder, es fácil para el creyente católico---casi una necesidad de su espíritu---colocarse en una situación-límite ---en ese hipotético final del proceso---para hacerse las preguntas radicales de su fe: si efectivamente, y como hoy se difunde desde la cumbre, la Iglesia oficial o visible no reconoce casi más misión que la finalidad temporal de coadyuvar con sus medios al desarrollo técnico-científico, a la promoción humana, a la lucha (en este mundo) contra la injusticia, el hambre o las guerras; si su destino parece el disoverse en esa labor "humanista" y socializadora, ¿constituirá ésta la muerte de Dios entre los hombres?, ¿el final efectivo de la Iglesia de Cristo?, ¿la desaparición de la idea de Dios y del anhelo de Él en el corazón humano? Lo que hoy, al comienzo de milenio, es un angustioso planteamiento para todo creyente, incluso católico, sólo podría haberlo sido para un espíritu clarividente ---lo que llamamos profético---en el año 1958.

Fonte: "Revista Verbo" - Volumes 395-396 (2001)

quinta-feira, 10 de novembro de 2011

Reflexión

¿es Dios para nosotros una promesa auténtica y real de vida eterna o bien una ilusión imaginaria contra los males de la vida y contra la muerte que le pone fin?

Si la ciencia suprimiera la muerte, ¿que harían los “creyentes”? ¿Aprovechar un descubrimiento que los privaría para siempre de la visión de Dios, o bien precipitarse en lo desconocido para reunirse con Él?

Si optan por la primera opción, esos “creyentes” confiesan que su anhelo más profundo está en el tiempo y que su “fe en Dios” no es más que una droga para soportar el viaje hacia el paraíso terrenal. Y ese dios se parece mucho al “opio del pueblo” de Marx. Pero si, colmados con todos los bienes terrenos, aún así dicen con San Pablo: “deseo partir y estar con Cristo” (Fil 1, 23), si desean ver a Dios desde el fondo de su ser, frente a frente, entonces estarían demostrando ser verdaderos discípulos de Aquél cuyo reino no es de este mundo.

Parece que lo que empuja a tantos hombres hacia Dios no es la libertad del amor, sino la servidumbre de la muerte; es la brevedad y no la imperfección de la vida terrestre. Muchos rechazan la idea de Dios como un fantasma que envenena la vida y, cuando esa vida se les escapa, se tragan ese vene- no como un remedio. ¿Es el miedo a la muerte el que nos hace gritar hacia Dios o es el llamado de Dios el que nos hace aceptar y desear la muerte? ¿Y si tuviésemos la capacidad de elegir entre la inmortalidad que pretende ofrecer la tecnología y la eternidad, de qué lado se inclinarían nuestros votos?

Fonte: "Seréis como dioses" - Editorial Folia Universitaria - México