terça-feira, 5 de outubro de 2010

La moral y las costumbres (I)

No existe espectáculo más angustioso que el de la creciente discrepancia entre la moralidad y las costumbres de los hombres.

Entendámonos, ante todo, sobre el sentido de las palabras. Llamo costumbres a lo que en la conducta de los hombres procede de una necesidad inconsciente, es decir, a lo que se hace por instinto, por tradición, por adaptación espontánea al medio social... Llamo moral a lo que procede de la afectividad especificamente consciente. Para tener costumbres no es necesario comulgar conscientemente con un ideal; para tener moral, sí que lo es. Se puede hablar de costumbres referiéndose a los animales, pero no se puede hablar de moralidad más que refiriéndose a los hombres.

Tomemos dos casos extremos. En primer lugar, um viejo labrador, avaro y tortuoso, siempre dispuesto a enganãr a sus semejantes en una compra o en una venta, pero al mismo tiempo apegado al terruño familiar y padre de una numerosa familia a la que cuida con abnegación. Este hombre "carece de moral", pero tiene buenas costumbres. En segundo lugar, supongamos un modesto burgués desvitalizado, muy escrupuloso y muy digno en su conducta, muy noble en su ideal de justicia universal y que, por debilidad, por cobardía inconsciente y espontánea ante la vida, se abstiene voluntariamente de tener hijos. Puede ser que la moral de este hombre sea más pura que la del primero; pero no por ello sus costumbres dejan de ser corrompidas.

En todo humano hay un lado físico---tomo esta palabra en el sentido muy amplio de ontológico---y un lado moral. Un acto moralmente malo puede ser físicamente bueno; en otros términos, puede reposar sobre sanas bases vitales, ser la expresión de una pureza, de una espontaneidad natural. Así, un ejercicio ilícito de la sexualidad, un movimiento de violencia que desemboca en un homicidio, pueden proceder de faculdades perfectamente sanas en su orden. El desorden reside aquí en la ilegitimidad moral y social de estos actos. A la inversa, un acto moralmente puro puede ser físicamente impuro. El hombre desvitalizado de que ha hablado más arriba puede, por razones morales, decidirse a tener hijos: su conducta será entonces muy noble, quizá heroica: pero de todos modos carecerá de sanas bases naturales, no tendrá verdaderas raíces en la necesidad.

Esta distinción entre la moralidad y las costumbres nos permitirá comparar sanamente el estado actual y el estado pasado de la humanidad. Cuando los conservadores, los laudatores temporis acti, lamentan la decadencia moral de los hombres, los partidarios del "progreso" no dejan de recordarles las sombras terribles del pasado, el largo cortejo de crueldades, de exacciones, de orgías que se desarrolla a través de los siglos pasados. Conclusión: más vale, a pesar de todo, vivir en nuestro tiempo; los hombres son más justos y más apacibles. Distingamos. Si comparamos épocas como la Edad Media con el período actual llegamos a esta conclusión: desde el punto de vista de las costumbres, la humanidad está en plena decadencia; desde el punto de vista de la moralidad (al menos como disposición emotiva y como ideal universal), progresa indudablemente.

Nuestro antepasados tenían menos moral que nosotros, pero tenían mejores costumbres; nosotros tenemos más moral y menos costumbres. No es necesario, por lo demás, remontarse a la Edad Media para establecer esta comparación. Los labradores de hace cien años eran en conjunto más duros, más cazurros, más mezquinos y más pleitistas que los labradores de hoy; eran menos propicios a la moral y al amor, que es su base. Sus nietos tienen el corazón más sensible y el espíritu más amplio; las disputas, los pleitos, los engaños son hoy más raros en la aldea. Pero aquellos viejos campesinos poseían, a pesar de la estrechez casi "inmoral" de sus almas, un profundo capital de tradiciones religiosas y morales y de prudencia instintiva: sus hijos han dilapidado este capital. Aquéllos formaban cuerpo, personal y hereditariamente, con la tierra que cultivaban, y representaban así un papel orgánico en la comunidad: sus hijos, arrancados al suelo natal, sólo aspiran a convertirse en funcionarios anónimos y parásitos. Aquéllos eran a veces brutales con sus hijos, pero tenían hijo; éstos rodean a los suyos de mayor ternura y de más cuidados, pero apenas si los tienen ya. Peor aún---y esto nos permite medir la amplitud mostruosa del divorcio entre la sensibilidad moral y las costumbres profundas---: precisamente en este país de Francia, en que la mayoria de los hombres se han hecho tan apacibles, tan humanos y, en particular, tan cariñosos con sus hijos y tan incapaces de verles sufrir, se cuentan como poco 500.000 abortos por año: es decir, 500.000 niños asesinados. Por una parte, se mima a los hijos; por la otra, se les mata. La misma mano que machaca a los inocentes es la que les corrompe a fuerza de caricias. Es preciso que unos mueran para que los otros sean mejor cuidados y más adorados: se hacen sacrificios humanos a estos pequeños dioses. He conocido a una persona que había matado cuatro hijos en su seno (no por malicia, sino por debilidad, por falta de instintos sólidos y de encuadramiento social), y que encontraba mostruoso que se pudiera pegar a un niño para corregirle. El constraste entre el niño asesinado y el niño mimado puede darnos la medida de la discrepancia entre la sensibilidad afectiva y los hábitos profundos.

Por no estar encarnada en sanas costumbres esta moralidad está esencialmente afectada de impotencia. Hecha de intelectualismo abstracto y de emotivida superficial (¿no fué Rousseau quien quería sentar las bases de una moral sensitiva?), no va más allá de la sensación inmediata o del inaccesible. Es a la vez terriblemente présbita y terriblemente miope: mira con un ojo a una estrella quimérica que no bajará jamás a la tierra, y con el otro---con el que dirige la acción concreta---no ve más que el fruto que puede cogerse hoy mismo. Los hombres poseían en otro tiempo profundos instintos biológicos y colectivos que les hacían servir sin saberlo al bien de la especie y al bien de la comunidad; veían lejos sin darse cuenta de ello, y su humilde esfuerzo personal, captado por una finalidad superior, a la cual ellos se adaptaban espontáneamente, contribuía a la edificación armoniosa de la sociedad y del porvenir. La gran ventaja de las costumbres sanas es hacer fáciles y naturales cosas muy difíciles para la moralidad pura del individuo aislado. La decadencia de las costumbres ha aislado, atomizado, a los individuos. Hoy sería preciso que cada hombre supliese con su flaca voluntad y con su sensibilidad fugaz las corrientes profundas surgidas del alma animal y del alma colectiva. Esto no es posible más que para algunas almas grandes. Las otras caen fatalmente en el culto exclusivo del interés o del amor sensible e inmediato. El hombre atomizado tiene horror a todo lo que es penoso y, sobre todo, a lo que es lejano. No se tiene hijos: no se percibe el posible al que se mata, pero el reposo que se consigue se percibe muy bien; no se reprende a los que se tienen: el bien que con ello se les haría es demasiado lejano, no es sensible; pero sus lágrimas y sus caricias sí que lo son... Los jóvenes campesinos se precipitan en masa hacia lo funcionarismo. ¿Como podría la visión de un lejano desastre colectivo contrarrestar en ellos la atracción de la seguridad inmediata? ¿Era la "conciencia" de los indivíduos lo que ataba a sus antepasados a la tierra, o eran los instintos y las instituciones?

Esta religión de la facilidad, surgida del agotamiento de las costumbres, ha dado también resultados positivos. Ha hecho desaarrollarse virtudes que, aunque nutridas de debilidad, no se confunden con la debilidad. Los hombres están demasiado "sensibilizados", necesitan demasiado la ayuda y la estima de sus semejantes1 para no repudiar espontáneamente los actos de egoísmo o de odio que exigen un gran desgaste de fuerzas. En nuestros campos, por ejemplo, apenas existen ya pleitos; nadie prosigue ya venganzas a largo plazo, y las gentes, que se envidian y se calumnian más que nunca, no disputan ya cara a cara. Ni aun para el mal se sabe ya arriesgarse y esforzarse.

Desde el punto de vista estrictamente moral, la decadencia de las costumbres no hace a los hombres ni mejores ni peores: solamente tiende a suprimir las manifestaciones lejanas y difíciles tanto del egoísmo como del amor.

[1] Esto no es una paradoja: los hombres tienen tanta más necesidad de sus prójimos cuanto más hondamente separados de ellos están. Quien lleva en sí una profunda reserva de vida colectiva es más capaz de vivir apartado de sus semejantes y de luchar contra ellos. Nuestros antepasados estaban mejor armados que nosotros por la naturaleza para la profundidad y la tenacidad en el mal específicamente moral.

Continua ...

Fonte: "Diagnósticos de fisiológia social" - Madrid: Nacional, 1958