quinta-feira, 7 de outubro de 2010

La moral y las costumbres (II)

Lo que yo llamo aquí costumbres (esas costumbres cuya regresión denuncio) es, en suma, la moral vivida más bien que representada, la moral disuelta en la necesidad física; es, en el orden del sentimiento y de la acción, un "don" tan gratuito y tan natural como la salud en el orden del cuerpo, y constituye una especie de prolongación de esta última. Se comprende que esta salud, relativa a comportamientos muy simples, de finalidad generalmente extrapersonal y encaminados a asegurar la continuidad familiar y social, puede dejar espacio, en el orden de las superestructuras individuales, a muchas inmoralidades: así se explican los "pecados" de tantas gentes biológicamente y socialmente sanas. Lo que yo llamo moral (esa moral cuyos progresos señalo) es la moral representada y sentida más bien que vivida y realizada, la moral fuente de emoción y de ideal más bien que de acción. Se comprende también que esta moral pueda coexistir con una profunda descomposición de las subestructuras afectivas. El carácter de Jean-Jacques Rousseau nos ofrece un ejemplo magnífico de esta mezcla de moralismo exasperado y de costumbres podridas. Al nacimiento de cada uno de sus hijos repasa en su pensamiento y en su corazón "las leyes de la naturaleza, de la justicia y de la razón, y las de esa religión pura, santa, eterna como su autor", etc; y esta orgía de alta moral desemboca en el abandono de todos sus hijos. Un hombre normal no piensa en nada de todo esto, pero cría a los suyos...

La unión en el mismo individuo de un fuerte ideal moral y de costumbres decadentes constituye un terrible peligro social. La ausencia de salud en los hábitos profundos y los reflejos vitales confiere al ideal moral un no sé qué de irreal y de mórbido que le hace maléfico para la naturaleza del hombre. Los pecados de idealismo, de angelismo, que están en la base de las grandes convulsiones culturales y politicas de los tiempos modernos, se derivan en gran parte de ahí. Unida a sanas costumbres, la alta moralidad hace los santos; unida a costumbres decadentes, produce utopistas y revolucionarios. Rousseau y Robespierre fueron seres constatemente estremecidos de emoción moral: la predicación de la virtud era en ellos como una especie de grito de agonía, de canto de cisne, de las costumbres. La virtud que no está equilibrada por buenas costumbres, está siempre amenazada de ser presa de un ideal quimérico y, por ello mismo, destructor. No es pequeño beneficio de las sanas costumbres el de impedir a la moral que divague.

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Otro escollo (aunque estrechamente ligado a los que ya hemos señalado) de la moralidad sin costumbres es conducir, sucesivamente o simultáneamente, a una indignación impura contra el mal y a un consentimiento impuro en el mal.

La "moral sin costumbres", ya lo hemos dicho, no está encarnada. El decadente tiene a menudo hambre de virtud, pero esta hambre no encuentra alimento en el interior de sí mismo. Entonces lo busca fuera. Hombres como Rousseau tienen un ideal, pero este ideal no ha descendido jamás de su cerebro: no encuentra en su ser íntimo, en su naturaleza profunda, nada de que alimentarse para tomar cuerpo. Pero ellos no insisten por ese lado: eso les llevaría demasiado lejos. Prefieren reclamar al mundo exterior la sustancia de esa virtud, de la que en sí mismos sólo encuentran el deseo. Piden al mundo exterior que encarne su ideal; quieren forzar a la sociedad a que sirva de coartada a su impotencia; necesitan ver sin cesar a su alrededor lo que ellos son incapaces de vivir dentro de sí. Y cuando el mundo exterior falta a esa misión, ¡qué rencor indignado, qué gritos histéricos contra el mal! Los seres profundamente virtuosos---los que realizam interiormente su ideal---son mucho menos sensibles---me refiero a esa sensibilidad cargada de amargura y de irritación---a la mentira y a la injusticia del mundo. Sienten en su alma y en el Dios que la llena fuerza y verdad eternas suficientes para soportar, con corazón triste pero sereno, el mal que corroe al mundo. Saben, con ciencia viva, que la justicia dirá la última palabra, y esto suprime muchos escándalos. Pero aquellos que con tales crispaciones de impaciencia reclaman el triunfo de su Dios, muestran con ello que no están muy seguros de ese triunfo. Más esclavos aún que los demás del mundo y del siglo, necesitan, para no desesperar de su ideal, verle triunfar en este mundo y en este siglo, y su celo es tanto más amargo y más febril cuanto más profundo es su vacío interior. Así, Rousseau, padre indigno, concede recompensas a las mujeres que crían por sí mismas a sus hijos y abruma a los educadores con consejos irrealizables. Exige a los demás lo impossible, por lo mismo que él es incapaz de levantar un dedo: así crea un término medio. Las utopias morales y sociales más devoradoras nacen de esos decadentes que reúnen, según la frase de Montaigne, "opiniones supercelestes con costumbres subterráneas...".

Pero este dualismo agudo entre la moral y las costumbres, ese estado de fiebre, de tensión, inherente a las virtudes mal encarnadas, no puede mantenerse mucho tiempo. La unidad rota intenta restablecerse por la confusión. Cuando el ideal es incapaz de encarnarse, es la carne lo que se idealiza, y surge un nuevo tipo de decadencia: el de los seres corrompidos que divinizan su propria corrupción. Se crea una nueva "moral"que justifica teóricamente el amoralismo fundamental de las costumbres enfermas: Icaro caído goza de ese reposo en el fango destinado a los que se han dejado tentar de lo imposible. La decadencia de las costumbres produce en su primera fase un moralismo rígido y exaltado; en su segunda fase, un inmoralismo erigido en dogma; más pronto o más tarde, engendra siempre la peor moral.

Este dualismo y esta confusión coexisten en general en los mismos hombres y en las mismas doctrinas. Mezcla de purismo y de relajación, es el gran estigma de todas las morales de tipo maniqueo. Un Rousseau, un Gide censuran, con refinamientos sobrehumanos de pureza, ciertos males casi inherentes a la condición humana y, al mismo tiempo, acogen y glorifican los peores desórdenes. Apuntan simultaneamente más alto que el hombre y más bajo que el animal: su moral está hecha de vana rebelión contra la necesidad y de abyecta abdicación ante el desorden. Se concreta en el atractivo combinado de lo imposible y del fango.

Continua ...