domingo, 25 de julho de 2010

La moral y la vida

Cada época tiene sus necedades pseudorrevolucionarias, sus innovaciones muertas antes de nacer, que asombran y hacen reír a la generación seguinte. ¿Cómo han podido creer esas cosas?, decimos, por ejemplo, hoy, pensando en la fe en la democracia y en el progreso de los grandes hombres del siglo XIX. Yo creo que el inmoralismo de nuestros contemporáneos hará sonreír de la misma forma a los hombres del futuro.

Está de moda abrumar a la moral, bien sea con invectivas, bien con burlas. Se ve en ella una cosa ficticia, superficial y muerta, adaptada al hombre como una camisa de fuerza o una máscara. Una de las reglas del juego literario y psicológico de nuestro tiempo es oponer la moral a la vida. Esta dicotomía, repito, hará reir a nuestros hijos...

Los hombres "morales", en general, carecen de vitalidad. De esta constatación parte sin duda la cruzada contra la moral. Ahora bien: hoy día todo está desvitalizado, empezando por eso que llaman la vida (el mundo de los instintos, de lo arbitrario, de lo "gratuito"). Basta con mirar a esos desdeñadores de la moral, a esos apóstoles de la naturaleza, para descubrir su triste y vergonzoso secreto. Ellos son más convencionales en sus rebeliones que las mismas convenciones que atacam. Nada más chato y más previsto que sus caprichos; nada menos fantástico que sus fantasías. Son convencionalmente espontáneos, artificialmente naturales. Su último disfraz consiste en ir desnudos. En el final de este camino está la locura: el caos exangüe, la arbitrariedad mecanizada, la ausencia total de originalidad y de vida en "la emancipación" perfecta del individuo...

En realidad, la mecanización de la moral, el fariseísmo, no son mas que el primer estadio de una decadencia que afecta al hombre entero (el pescado empieza a pudrirse por la cabeza, dicen los musulmanes). Cuando la moral cesa de ser vida para convertirse en corteza y fachada, la "vida" está ya enferma.

La comedia es coherente. Primer acto: el hombre moral (me refiero, ya se comprende, a un formalismo vacío de amor) que juega al orden. Segundo acto: el hombre inmoral que juega al desorden. Dos máscaras diferentes sobre un mismo vacío interior. Cuando nace el tipo "burgués", cuando el orden y la virtud se hacen ficticios, se fabrican falsificados y en serie, el desorden y el vicio se convierten igualmente en bisuteria. La parodia conservadora del burgués se prolonga y se completa en la parodia destructora del revolucionario (no es éste un verdadero destructor, así como el primero no es un verdadero conservador). El fariseo del vicio, supremo producto de la decadencia, sucede al fariseo de la virtud. Cuando la ley está muerta, el pecado tampoco está vivo.

Es un síntoma muy grave de decadencia el oír hablar de "conflicto entre la moral y la vida". Tales contradicciones no son naturales: no existen en el plano de la salud o, por lo menos, no presentan en él carácter reflexivo y doctrinal que revisten hoy día. El conflito no se plantea entre la verdadera moral y la verdadera vida: nuestros revolucionarios atacan a una caricatura de la moral en nombre de una caricatura de la vida (los instintos de un hombre sano no se entretienen en maldecir la moral: o bien la obedecen, o bien la violan sin más complicaciones; el instinto que discute con la moral es un instinto impotente y corrompido). A decir verdad, el conflicto no se plantea entre dos entidades enemigas, sino entre dos fases de una misma enfermedad; no entre dos verdades, sino entre la mentira de ayer y su hija, la mentira de hoy. Es una verificación más de la ley que he enunciado así: las cosas que estando sanas se completan, cuando son malsanas se devoran mutuamente. La vida y la moral se oponen la una a la otra en la medida en que comulgan en la misma corrupción básica del hombre.

Tales dualidades, de las que nuestra época rebosa, son, en el fondo, terriblemente unas. Todas desembocan en el más sencillo, en el más solitario de los pecados, en el pecado único: la negación de Dios. La unidad se rompe en el interior del hombre cuando el hombre pierde contacto con la unidad divina. Separado del Ser que es Todo, degenera progressivamente todo él, siguiendo una línea que desciende desde el espíritu hasta la materia, y cada etapa de su decadencia vilipendia a la etapa anterior.

¿Remedio? No consiste en elegir entre las dos formas de un mismo mal; consiste en elegir en contra de ese mal. No en optar por el elemento más "digno" del dualismo---por la moral---, sino en volver a la unidad, cuyo abandono ha permitido la formación de ese dualismo morboso: en remontar hacia la fuente común de la moral y de la vida. Solamente entonces se apaciguará el conflicto: la moral y la vida que luchaban entre sí porque las dos padecían la misma enfermedad, se reconciliarán al reconocer que comulgan en la misma naturaleza. O, por lo menos---porque un cierto estado de conflicto es esencial a la condición humana---, la guerra será agente de conservación y de síntesis, y no de desintegración y de muerte. Hay, en efecto, conflictos derivados de la organización y otros derivados de la desorganización. Los primeros sirven a la vida; desembocan en una paz superior, en la purificación y liberación de los combatientes. Los segundos nacen del desorden y agravan el desorden; acaban por arruinar al ser en que habitan. Fuerza es confesar que la mayor parte de los conflictos del mundo moderno pertenecen a esta última especie. En el alma de un santo la moral y la vida luchan para mejor unir, más en alto, sus realidades; en el hombre traidor a Dios, chocan para mejor separar, abajo, sus fantasmas.

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Cuando el hombre expulsa a Dios de sí mismo, cada fragmento de su ser dislocado se cree llamado a convertirse en Dios, con lo cual, el todo se convierte en guerra. ¿Cómo hallar un lazo común, un modus vivendi entre cosas que quieren todas ser el centro o, mejor, la tumba de todas la demás? Los ídolos están condenados a chocar eternamente sin penetrarse jamás; no reconocen la profundidad ajena, ni aun su propia profundidad, ya que ésta es amor; están condenados a vivir sólo en la superficie. La pluralidad de absolutos (y yo creo que jamás había florecido como en nuestros días) engendra el desbarajuste universal. Donde se siembra la idolatría, germina el caos. O bien---porque el caos mismo ya no sabe ser sincero---, se alza sobre el hervidero de ídolos una especie de paz hipócrita, un orden apolillado, fundado no en la unión viva entre los miembros del mismo cuerpo o los hijos del mismo padre, sino sobre las astucias, las precauciones y las tolerancias de aquellos dioses impotentes; una especie de armonía sin fundamento, de equilibrio de acróbata que no dura más que un instante y precede de ordinario a caídas aún más profundas, a conflictos más irreductibles y más vanos.

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Tales conflictos irreductibles y vanos, ya lo hemos visto, no son naturales; sólo tienen lugar entre seres que traicionan a la naturaleza para jugar al absoluto: son batallas entre fantasmas.

Pero ¿cómo discernir un conflicto sano de un conflicto malsano? Si un hombre lucha en mi presencia por su pasión, por su ideal, ¿en qué reconoceré yo la falsedad de esta pasión, de ese ideal? En esto: en la contradicción (manifiesta, como veremos) que habita en ellos; en su increíble facilidad para transformarse en la pasión o en el ideal contrario. Así, el patriotismo jacobino engendra el internacionalismo, la rígida moral burguesa prepara el desenfreno burgués, y el idealismo más desmelenado cede automáticamente su lugar al más áspero realismo. Reconozco a un ídolo en que lleva en su seno al ídolo opuesto y lo da a luz en el momento de morir.

Todo ideal verdadero está limpio de idolatria y de exclusivismo. Sin dejar de ser fiel a sí mismo, y en virtud precisamente de esta fidelidad, sabe armonizarse espontáneamente con la verdad adversa (o, más bien, complementaria). Un pacifista auténtico respeta la guerra; un hombre verdaderamente moral no lanza anatemas sobre los sentidos y las pasiones, sino, más bien, los integra en su virtud. Mientras que el falso ideal odia ferozmente, fanáticamente, a su contrario y, en el mismo momento en que más le odia, se transforma en él. No hay paradoja en esto. En realidad, lo que más detesta una mentira no es la mentira antagonista (con la que comulga en la unidad de la mentira), sino la verdad que se eleva entre estas dos mentiras y que las condena a ambas. Lo que interesa más que nada al hombre esclavo de una falsa fe y de un falso amor es huir de la cumbre de la verdad: su objetivo quedará cumplido lo mismo si rueda al abismo de la derecha que si al de la izquierda. Todo "extremista" cree odiar al extremo que se opone a él, pero a quien odia, sobre todo, es al centro, hogar y pastor de los extremos, y por eso pasa tan fácilmente, siguiendo los azares que le agiten, "de un extremo al otro". Simple cambio de decoración en el mismo drama, de táctica en la misma guerra...

Es corriente ver en los excessos humanos, y en particular en las aberraciones doctrinales y sociales, simples reacciones contra los excesos anteriores y opuestos. Esta interpretación no es errónea, pero es demasiado simple. En el fondo, dos excesos enemigos que se suceden no son más que dos episodios de una guerra única contra la unidad y, digámoslo de una vez, contra Dios. Los ídolos se odian, ciertamente, pero su odio recíproco no es más que el reflejo de su odio común (por ejemplo, lo que más horroriza a la virtud burguesa no es lo que ella llama el vicio; es la verdadera virtud, la virtud en el amor: el padre que diviniza una ley muerta y el hijo que la pisotea traicionan igualmente este amor, esta unidad). Los ídolos no luchan entre sí más que en apariencia: en el fundo, todos ellos están aliados contra Dios.

Tomados en sí mismos, los conflictos que asuelan la humanidad no merecen reterner nuestra atención y nuestro dolor. No són más que la máscara---una máscara que hay que arrancar---de otra escisión, que es la única real y la única que importa: la huída de Dios y de la atracción de su amor. La desgracia no es que dos mentiras se destrocen entre sí, sino que luchen sobre el cuerpo de una verdad asesinada. Los movimientos por los cuales dos ídolos se hieren recíprocamente me impresionan poco: lo que me espanta es que los dos hacen un movimiento idéntico que hiere a Dios. La tragedia no está en la lucha de los fragmentos entre sí; está en la dislocación de la unidad. Cuando dos ídolos se pelean, Dios está entre ellos, sangrando a cada golpe. Cuando veo a dos hermanos desnaturalizados hacerse la guerra, mi tristeza no se detiene en tales miserables, sino que se eleva hasta el Padre común, del que ambos han tenido que renegar antes de batirse.

Fonte: "Diagnósticos de fisiología social" - Madrid: Nacional, 1958