domingo, 27 de fevereiro de 2011

La huelga en el paraíso

Leo en Le Monde un artículo titulado "La revolución de los felices mineros o la huelga en el paraíso", concerniente a la extraña huelga que acaba de estallar en un complejo minero de la Laponia sueca.

He aquí un extracto del artículo: "Los mineros están bien pagados; poseen su propia casa, su coche y, a veces, incluso dos por familia, su televisión en color... Los trabajos están en gran parte automatizados, y los obreros disponen de todas las instalaciones deportivas, de salas comunitarias, de escuelas, de cines, etc. Pues bien, los mineros se han rebelado contra la perfección." Y el autor concluye: "¿Quizá necesite el hombre una autoridad para poder organizar su vida de una manera eficaz y feliz? ¿Quizá el rechazo de toda disciplina lleva a una anarquía que amenaza a la sociedad? ¿Tal vez el sentimiento de representar un papel es preferible a un aumento de salario decidido desde lejos por una burocracia sin rostro? La huelga de Kiruna plantea todas estas cuestiones..."

Los mineros, pues, se han rebelado contra la perfección. ¿Que perfección? La que concerne a todos los engranajes de la relojería humana y social, incluidos en ella los mecanismos de la distracción y del placer. Esos mineros, como se suele decir, lo tiene "todo para ser felices". Entonces, ¿qué reclaman?

Hagamos el parte del clima que reina en esta latitud. El hombre meridional que soy siente ya cómo le suben efluvios de neurastenia al pensar en vivir en la Laponia sueca. Pero el problema debe plantearse de otra manera para los trabajadores nórdicos.

Esos hombres poseen todos los elementos de una vida perfecta: les falta el lazo interno (das geistige Bund) que une y vivifica todos los elementos. Todo "gira" en la máquina, pero la máquina no sabe por qué gira. Los trabajadores gozan de un bienestar incomparable y no son felices porque, paradójicamente, se sienten privados a la vez del ser, es decir, de la conciencia de existir realemente, y del bien, es decir, de las virtudes --- un impulso, una disciplina, un amor --- que, al dar un sentido y una finalidad al destino, alimenten esa conciencia.

Por impulso entiendo el gusto por la actividad profesional y el apego a ella. El trabajo mejor remunerado y menos penoso no deja de ser una carga si no lleva consigo el elemento de espontaneidad y de caráter gratuito que aporta la vocación a ese trabajo. "El amor por el propio estado es el más precioso de todos los bienes". decía el canciller D'Aguesseau. Y Stendhal: "La vocación es tener por oficio la propia pasión". ¿Cuantos artistas, sabios, médicos, han trabajado toda su vida en la pobreza y en la oscuridad, sin pedir a su actividad otra recompensa que la propia actividad? Sería una utopía pedir a obreros o a mandos medios de la industria una vocación tan intensa y tan exclusiva, pero en una sociedad normal no debería existir ningún oficio en el que el trabajador no pudiera proyectar el deseo de realizarse en una obra exterior, lo que cuenta entre los deseos esenciales del ser humano.

Una disciplina. El autor del artículo citado más arriba invoca con razón la ausencia de autoridad directa como una de las causas de la insatisfacción de los trabajadores. El jefe visible, abordable, competente y consagrado crea, por su prestigio y solicitud, un clima de fraternidad y confianza que hace aceptar desde el interior la disciplina impuesta por el trabajo.

Por todas partes se oyen quejas de la decadencia de la moralidad profesional. Se debe en gran parte el carácter cada vez más abstracto y anónimo de la autoridad. Nunca un aumento de los salarios y de los ratos de ocio, decidido por un ordenador y efectuado por un distribuidor automático, podrá reanimar el sentido del deber de estado. Es necesaria la presencia del prójimo, el calor humano. La moralidad no es, como la venganza, un plato que se coma frío.

Finalmente, un amor. Porque incluso allí donde el trabajo implica sólo un débil grado de vocacíon y donde hace estragos la alienación burocrática, el afecto familiar y el sentido de las responsabilidades que de él deriva bastan para dar un sentido al trabajo. Siempre me acordaré de la frase de un ingeniero que me dijo, con acento de infinita ternura, al enseñarme la fotografía de su mujer y sus hijos: "Estas son las personas por las que trabajo". "Sentimentalismo pasado de moda", dejó caer un tecnócrata a quien yo contaba este humilde y precioso hecho. "Tanto peor --- contesté ---, siempre es un gran mal juzgar caduco lo que es irreemplazable como algo pasado de moda". [No original: "Tant pis, ai-je répliqué: c'est toujours un grand mal que de juger dépassé ce qui est irremplaçable."] Volviendo a nuestro tema, sería interesante saber lo que queda del vínculo religioso, que todo parece suponer relajado, si no ausente.

Ahí está el nudo del problema: más allá de la eficiencia material y de la justicia matemática, se trata de volver a encontrar ese imponderable sin el cual todas las ventajas económicas y sociales carecen del necesario peso específico. Algo análogo a la levadura en la masa, al rayo de sol en un paisaje... Se ha denunciado durante largo tiempo, siguiendo a Marx, "la mixtificación idealista" consistente en abrevar con consolaciones morales y religiosas a las victimas de la explotación económica. La situación ha dado la vuelta y he aquí que empezamos a recoger los amargos frutos de la mixtificación materialista que consiste en hacer creer a los hombres que la abundancia y el justo reparto de los bienes de consumo bastan para alcanzar la felicidad. La revolución económica exige, como una de las primeras condiciones de su supervivencia y de su desarollo, un renacimiento espiritual. Mientras los hombres han tenido hambre, han podido dudar de la verdad de la frase evangélica: "No sólo de pan vive el hombre", pero el aburrimiento y la revolución que segrega la prosperidad general abandonada a sí misma le aportan, hoy, la confirmación interior.

Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva, 2005