domingo, 18 de abril de 2010

Lo que cambia y lo que permanece

"Entre tantas cosas que cambian, lo que menos cambia es el hombre." Esta frase, pronunciada hace varios años por uno de los políticos más clarividentes de la vieja Europa, expressa una verdad que nos puede aparecernos o como desconsoladora o com consoladora, según la idea que nos hagamos del hombre, aunque, por lo menos, tiene la ventaja de proporcionar un terreno sólido tanto a nuestra angustia como a nuestra esperanza. Todo ha cambiado a nuestro alrededor. Nuestro conocimiento de las cosas y nuestro poder sobre las cosas se han dilatado vertiginosamente. Conocemos los secretos del átomo y nuestros telescopios escudriñan las galaxias más lejanas; nuestros aviones han franqueado la barrera del sonido y nuestros cohetes empiezan a explorar el espacio intersideral; un obrero agrícola producia, en 1968, seiscentas veces mas de trigo que el mismo obrero hace un siglo, etc.

Pero, ¿y nuestro conocimiento de nosostros mismos? A pesar de los progressos , más aparentes que reales, de la "psicologia de lo profundo", podemos repetir, seguindo a Pascal: ¿qué quimera es, pues, el hombre?

¿Y nuestro poder sobre nosotros mismos? Ni nuestras virtudes ni nuestros vicios han cambiado. ¿Estamos menos dominados por nuestras pasiones (el llamarlas hoy "pulsiones" o "afectos" no cambia nada de su naturaleza...) que los sabios de la Antigüedad? ¿Estamos más próximos a Dios que los santos de los primeiros siglos del cristianismo? ¿Y son los filósofos de hoy más geniales que Aristóteles, los poetas más que Homero o los escultores más que Fidias?

Nuestra visión del mundo ha cambiado de punta a cabo. Nos sentimos brutalmente desorientados ante la cosmología de un Dante que representava el cielo como un escalonamiento de bóvedas esféricas suspendidas sobre nuestras cabezas, y el infierno como un lugar situado en el interior de la tierra. Pero cuando el proprio Dante nos describe los arrebatos y los tormentos del amor, los enamorados de hoy aún se reconocen em sus versos. Del mismo modo, una herramienta de la Edad media---por ejemplo, la hoz que se utilizaba para segar---nos parece tener una ridícula fecha de aparición, pero cuando Aragón---poeta moderno y militante comunista por añadidura---escribe este verso: "No hay amor que no acabe en dolor", no hace más que repertir al lejano aurot de La imitacíon de Cristo, que decía: Sine dolore non vivitur in amore (no se puede amar sin sufrir). O cuando Séneca nos habla de esos papanatas "que sólo salen para engrosar la muchedumbre" y que arrastran por acá y por allá su "atareado no hacer nada", estas palavras continúan aplicándose a los reflejos regarios y a la trepidante ociosidade de muchos de nuestros contemporáneos. Y si Pascal ha sido definitivamente "superado" como físico y como inventor de técnicas (¿que representa su rudimentaria máquina de calcular ante los ordenadores de hoy?), el proprio Pascal testigo de la angustia y de la esperanza del hombre, ejerce sobre nosotros el mismo magnetismo sagrado que sobre sus lectores del siglo XVII.

De este modo, mientras que el mundo exterior cambia su aspecto sin cesar y nuestros medios de acción sobre él se desarrollan de manera desmesurada, el mundo interior permanece idéntico. El espejo de Sócrates nos refleja siempre la misma cara: encontramos en él la misma grandeza y la
misma miseria, el mismo fruito y el mesmo gusano, la misma imagen de Dios oscurecida y herida por la separación de Dios.

Es en esta imagen---reflejo privilegiado de la inmutabilidad divina en el universo---donde nuestro pensamiento, transtornado por el movimiento acelarado de la historia, debe buscar el "puento fijo" reclamado por Pascal, esa invariante necesaria para no perderse en el torbellino de las apariencias.

Y nuestros esfuerzos deben llevarnos también hacia esta imagen. Las ciencias de la naturaleza nos hacen descubir el mundo exterior. Prolongadas en técnicas, nos permiten tranformarlo. La sabiduría y la religión nos invitan al descobrimiento y a la transformarción de nosostros mismos.

Hacia ese progreso interior debemos dirigir nuestras miradas y nuestros esfuerzos. En primer lugar, para salvar nuestra alma y, después, para dar un sentido y un fin a la acelaración de la historia. Cuanto más gruesa es la mar y más rápido el barco, mayor necesidade tenemos de guiarmos por una estrella que la agitación del oleaje no apaga. Esa estrella es el conocimiento de nuestro principio y de nuestro fin: es la concepción de la verdadera felicidad del hombre, en torno a la cual debe ordenarse nuestra ciencia de las cosas y nuestro poder sobre ellas. Es lo que le falta a nuestra civilización y por esa falta puede morir. Por no citar más que un solo ejemplo, el triste uso que hace la humanidad del fabuloso desarrollo de su potencial económico prueba suficientemente que, sin esta conversión, todas las conquistas se vuelven contra su autor y concurren a su corrupción y a su ruina.

Fonte: "El equilibrio y la armonia" - Belacqva 2005