terça-feira, 5 de outubro de 2010

La moral y las costumbres (I)

No existe espectáculo más angustioso que el de la creciente discrepancia entre la moralidad y las costumbres de los hombres.

Entendámonos, ante todo, sobre el sentido de las palabras. Llamo costumbres a lo que en la conducta de los hombres procede de una necesidad inconsciente, es decir, a lo que se hace por instinto, por tradición, por adaptación espontánea al medio social... Llamo moral a lo que procede de la afectividad especificamente consciente. Para tener costumbres no es necesario comulgar conscientemente con un ideal; para tener moral, sí que lo es. Se puede hablar de costumbres referiéndose a los animales, pero no se puede hablar de moralidad más que refiriéndose a los hombres.

Tomemos dos casos extremos. En primer lugar, um viejo labrador, avaro y tortuoso, siempre dispuesto a enganãr a sus semejantes en una compra o en una venta, pero al mismo tiempo apegado al terruño familiar y padre de una numerosa familia a la que cuida con abnegación. Este hombre "carece de moral", pero tiene buenas costumbres. En segundo lugar, supongamos un modesto burgués desvitalizado, muy escrupuloso y muy digno en su conducta, muy noble en su ideal de justicia universal y que, por debilidad, por cobardía inconsciente y espontánea ante la vida, se abstiene voluntariamente de tener hijos. Puede ser que la moral de este hombre sea más pura que la del primero; pero no por ello sus costumbres dejan de ser corrompidas.

En todo humano hay un lado físico---tomo esta palabra en el sentido muy amplio de ontológico---y un lado moral. Un acto moralmente malo puede ser físicamente bueno; en otros términos, puede reposar sobre sanas bases vitales, ser la expresión de una pureza, de una espontaneidad natural. Así, un ejercicio ilícito de la sexualidad, un movimiento de violencia que desemboca en un homicidio, pueden proceder de faculdades perfectamente sanas en su orden. El desorden reside aquí en la ilegitimidad moral y social de estos actos. A la inversa, un acto moralmente puro puede ser físicamente impuro. El hombre desvitalizado de que ha hablado más arriba puede, por razones morales, decidirse a tener hijos: su conducta será entonces muy noble, quizá heroica: pero de todos modos carecerá de sanas bases naturales, no tendrá verdaderas raíces en la necesidad.

Esta distinción entre la moralidad y las costumbres nos permitirá comparar sanamente el estado actual y el estado pasado de la humanidad. Cuando los conservadores, los laudatores temporis acti, lamentan la decadencia moral de los hombres, los partidarios del "progreso" no dejan de recordarles las sombras terribles del pasado, el largo cortejo de crueldades, de exacciones, de orgías que se desarrolla a través de los siglos pasados. Conclusión: más vale, a pesar de todo, vivir en nuestro tiempo; los hombres son más justos y más apacibles. Distingamos. Si comparamos épocas como la Edad Media con el período actual llegamos a esta conclusión: desde el punto de vista de las costumbres, la humanidad está en plena decadencia; desde el punto de vista de la moralidad (al menos como disposición emotiva y como ideal universal), progresa indudablemente.

Nuestro antepasados tenían menos moral que nosotros, pero tenían mejores costumbres; nosotros tenemos más moral y menos costumbres. No es necesario, por lo demás, remontarse a la Edad Media para establecer esta comparación. Los labradores de hace cien años eran en conjunto más duros, más cazurros, más mezquinos y más pleitistas que los labradores de hoy; eran menos propicios a la moral y al amor, que es su base. Sus nietos tienen el corazón más sensible y el espíritu más amplio; las disputas, los pleitos, los engaños son hoy más raros en la aldea. Pero aquellos viejos campesinos poseían, a pesar de la estrechez casi "inmoral" de sus almas, un profundo capital de tradiciones religiosas y morales y de prudencia instintiva: sus hijos han dilapidado este capital. Aquéllos formaban cuerpo, personal y hereditariamente, con la tierra que cultivaban, y representaban así un papel orgánico en la comunidad: sus hijos, arrancados al suelo natal, sólo aspiran a convertirse en funcionarios anónimos y parásitos. Aquéllos eran a veces brutales con sus hijos, pero tenían hijo; éstos rodean a los suyos de mayor ternura y de más cuidados, pero apenas si los tienen ya. Peor aún---y esto nos permite medir la amplitud mostruosa del divorcio entre la sensibilidad moral y las costumbres profundas---: precisamente en este país de Francia, en que la mayoria de los hombres se han hecho tan apacibles, tan humanos y, en particular, tan cariñosos con sus hijos y tan incapaces de verles sufrir, se cuentan como poco 500.000 abortos por año: es decir, 500.000 niños asesinados. Por una parte, se mima a los hijos; por la otra, se les mata. La misma mano que machaca a los inocentes es la que les corrompe a fuerza de caricias. Es preciso que unos mueran para que los otros sean mejor cuidados y más adorados: se hacen sacrificios humanos a estos pequeños dioses. He conocido a una persona que había matado cuatro hijos en su seno (no por malicia, sino por debilidad, por falta de instintos sólidos y de encuadramiento social), y que encontraba mostruoso que se pudiera pegar a un niño para corregirle. El constraste entre el niño asesinado y el niño mimado puede darnos la medida de la discrepancia entre la sensibilidad afectiva y los hábitos profundos.

Por no estar encarnada en sanas costumbres esta moralidad está esencialmente afectada de impotencia. Hecha de intelectualismo abstracto y de emotivida superficial (¿no fué Rousseau quien quería sentar las bases de una moral sensitiva?), no va más allá de la sensación inmediata o del inaccesible. Es a la vez terriblemente présbita y terriblemente miope: mira con un ojo a una estrella quimérica que no bajará jamás a la tierra, y con el otro---con el que dirige la acción concreta---no ve más que el fruto que puede cogerse hoy mismo. Los hombres poseían en otro tiempo profundos instintos biológicos y colectivos que les hacían servir sin saberlo al bien de la especie y al bien de la comunidad; veían lejos sin darse cuenta de ello, y su humilde esfuerzo personal, captado por una finalidad superior, a la cual ellos se adaptaban espontáneamente, contribuía a la edificación armoniosa de la sociedad y del porvenir. La gran ventaja de las costumbres sanas es hacer fáciles y naturales cosas muy difíciles para la moralidad pura del individuo aislado. La decadencia de las costumbres ha aislado, atomizado, a los individuos. Hoy sería preciso que cada hombre supliese con su flaca voluntad y con su sensibilidad fugaz las corrientes profundas surgidas del alma animal y del alma colectiva. Esto no es posible más que para algunas almas grandes. Las otras caen fatalmente en el culto exclusivo del interés o del amor sensible e inmediato. El hombre atomizado tiene horror a todo lo que es penoso y, sobre todo, a lo que es lejano. No se tiene hijos: no se percibe el posible al que se mata, pero el reposo que se consigue se percibe muy bien; no se reprende a los que se tienen: el bien que con ello se les haría es demasiado lejano, no es sensible; pero sus lágrimas y sus caricias sí que lo son... Los jóvenes campesinos se precipitan en masa hacia lo funcionarismo. ¿Como podría la visión de un lejano desastre colectivo contrarrestar en ellos la atracción de la seguridad inmediata? ¿Era la "conciencia" de los indivíduos lo que ataba a sus antepasados a la tierra, o eran los instintos y las instituciones?

Esta religión de la facilidad, surgida del agotamiento de las costumbres, ha dado también resultados positivos. Ha hecho desaarrollarse virtudes que, aunque nutridas de debilidad, no se confunden con la debilidad. Los hombres están demasiado "sensibilizados", necesitan demasiado la ayuda y la estima de sus semejantes1 para no repudiar espontáneamente los actos de egoísmo o de odio que exigen un gran desgaste de fuerzas. En nuestros campos, por ejemplo, apenas existen ya pleitos; nadie prosigue ya venganzas a largo plazo, y las gentes, que se envidian y se calumnian más que nunca, no disputan ya cara a cara. Ni aun para el mal se sabe ya arriesgarse y esforzarse.

Desde el punto de vista estrictamente moral, la decadencia de las costumbres no hace a los hombres ni mejores ni peores: solamente tiende a suprimir las manifestaciones lejanas y difíciles tanto del egoísmo como del amor.

[1] Esto no es una paradoja: los hombres tienen tanta más necesidad de sus prójimos cuanto más hondamente separados de ellos están. Quien lleva en sí una profunda reserva de vida colectiva es más capaz de vivir apartado de sus semejantes y de luchar contra ellos. Nuestros antepasados estaban mejor armados que nosotros por la naturaleza para la profundidad y la tenacidad en el mal específicamente moral.

Continua ...

Fonte: "Diagnósticos de fisiológia social" - Madrid: Nacional, 1958

sexta-feira, 24 de setembro de 2010

Igualitarismo y funcionarismo o el mito del paso a nivel

Tanto en el ordem económico como en el orden social, el liberalismo absoluto es una monstruosidad. Ciertamente, las desigualdades sociales tienen un fundamento natural, pero determinar su expansión y sus relaciones no corresponde sólo a la naturaleza. El libre juego de intereses y apetitos no ha engendrado jamás otra cosa que terribles desórdenes. Aquí, como en todo lo que es humano, la "bondadosa naturaleza" no se basta a sí misma; ha de ser a la vez respectada y perfeccionada, y a la inteligencia y a la voluntad humana (al poder político en nuestro caso) incumbe la tarea de coordinar y de controlar las desigualdades engendradas por la natureza.

La tarea es ardua. Hay que intervenir sin herir; organizar sin destruir. Frente a las desigualdades naturales entre los hombres, acechan a los poderes públicos dos aberraciones opuestas: la primera consiste en abandonar la naturaleza a sí misma; es la antigua concepción del liberalismo: laissez faire, laissez passer: el azar lo hará mejor que nosotros; la segunda consiste en levantarse contra la raíz misma de la desigualdad y proceder a una refundición general de la naturaleza: éste es el ideal del estatismo socialista. La una vale tanto como la otra; la una trae consigo la otra. El estatismo sigue implacablemente al liberalismo absoluto1. Cuando las desigualdades sanas y necesarias en principio, pero abandonadas a todas las corrupciones del azar y del egoísmo, se envenenam y en lugar de completar-se se oponen en detrimento del conjunto, la salvación, en apariencia, reside en suprimirlas. Por muy precioso que nos sea un órgano, si la anarquía cancerosa se instala en él, no queda más que un remedio: la extirpación. Trágico remedio, en verdad, que roza y precede a la muerte. Más habría valido saber preservar para no tener necesidad de destruir. Es tan insensato --- en todo asunto humano, y sobre todo en materia social --- abandonar la naturaleza a si misma como luchar contra la naturaleza.

* * *

El paso a nivel constituye un maravilloso símbolo del estado socialista e igualitário. Una sociedad natural tiene sus altos y sus bajos, sus diferencias, su jerarquía. ¡Qué complicada es la naturaleza! Y esta complejidad, esta gradación, este hormiguear de desigualdades y privilegios que la naturaleza nos presenta, aparecen forzosamente ante los ojos niveladores de un espíritu recién nacido como la imagen del caos o, más exactamente, de la injusticia. Menos mal que el hombre está ahi para rectificar la tiránica y caprichosa naturaleza. En consecuencia, se concibe y se intenta realizar un organismo social, según el modelo del paso a nivel. Es la solución más sencilla, la más fácil y, sobre todo, la más equitativa. Pero ¡qué emboscadas nos tiende la facilidad...!

En una verdadera jerarquía hay una gran flexibilidad: sus miembros, existiendo y operando cada uno en su nivel específico, se sostienen y se vivifican recíprocamente: la fricciones , los choques, las "colisiones" están reducidos al mínimum. En el paso a nivel, donde se cruzan los convoyes más dispares, las catástrofes se multiplican. El igualitarismo ha arrasado los desniveles. Realmente, es tan costoso como injusto superponer la carretera a la vía férrea. Pero de la confusión en el mismo nivel de elementos irreductibles nacen agotadoras confusiones o colisiones mortales. Es instrutivo comprobar hasta qué punto dos elementos, que son sinérgicos mientras permanecen distintos el uno del otro y subordinados el uno al otro, pueden convertirse en antagonistas cuando una fantasia igualitaria los nivela...

No hay más remedio que evitar la confusión y las colisiones. Para ello surgen las barreras y los guardabarreras: una infernal complejidad, precio de la utópica simplicida de la construcción social. El guardabarrera no tiene función social positiva: no sirve para nada, más que para proteger al igualitarismo contra sí mismo. Su labor, puramente negativa, consiste en inhibir, interrumpir, perturbar la marcha de vehículos que tan armoniosamente se cruzarían sin necesidad de control rígido, sin despilfarro de tiempo ni energía, si circulasen a niveles diferentes. El vendaje de la barrera no recubre jamás enteramente la herida abierta por la institución del paso a nivel en el corazón de las exigencias primordiales de la sociedad humana.

Moraleja: el paso a nivel representa el ideal, el estado de igualdad abstracta, de justicia matemática; el guardabarrera simboliza la proliferación agotadora de organismos de control, de defensa y de protección: el funcionarismo. Dos polos indisolubles de la misma realidad; se ha querido simplificarlo todo, igualarlo todo; se ha soñado con reducir el cuerpo social a una figura geométrica plana. Resultado: la complejidad orgánica de la naturaleza, la complejidad viva, fecunda, hija y servidora de la unidad, ha sido sustituída por una complejidad mecánica, artificial, parasitaria. La experiencia llevada a cabo desde have viente años en la Rusia soviética ilustra brillantemente esta doble cara de la revolución socialista.

La herejía del paso a nivel tiene por castigo la barrera y el parásito que la guarda. De modo semejante, la herejía igualitaria busca un remedio a su aberración, a la fatalidad disolvente que anida en lo hondo de sus entrañas, en un funcionarismo amorfo y desmesurado. Pero éste es un remedio que extenúa, que envenena. El funcionarismo es el igualitarismo que se mata a sí mismo al defenderse contra sí mismo.

[1] Me interesa subrayar que el liberalismo aquí atacado no tiene nada de común con el neoliberalismo económico: el de un W. Lippmann, por ejemplo.

Fonte: "Diagnósticos de fisiología social" - Madrid: Nacional, 1958

sábado, 18 de setembro de 2010

El mito de la sinceridad

Uno de los rasgos más sobresalientes de nuestra época consiste en poner en tela de juicio y en subvertir todos los valores tradicionales. Intentad hablar, en ciertos medios, de verdad, de sabiduría, de virtud, etcétera, y vuestro anacronismo hará sonreír. Sólo la sinceridad escapa a este naufragio universal: es el último valor admitido, el que permite todos los demás y ocupa el lugar de ellos. Cuántas veces he oído decir, a propósito del autor de una obra básicamente pornográfica o de un apologista de la violencia: "¡pero es sincero!", con un acento lleno de una indulgencia que rayaba en la aprobación.

Primeira observación: no estoy seguro de que todos esos campeones de la siceridad sean sinceros. En un siglo en que la inconveniencia ha entrado en las convenciones, en que tanto el exhibicionismo sexual como los actos o los relatos de violencia provocan la admiración y aseguran el éxito, la hipocresía puede muy bien consistir en fingir las peores audacias, al igual que antes consistía en salvar las aparencias de la moralidade y del "buen tono". ¿Pues quién dijo---y la frase llega muy lejos---que, "para ciertos hombres, la única virtud es la de aparentar no ser hipócrita"?

Precisemos más la cuestión. ¿Qué es la sinceridad?

El hombre sincero, dice el diccionario, es el que expresa con verdad lo que siente y lo que piensa.

Esta definición basta para probar que la siceridad absoluta no puede existir. Si cada uno se dedicara a exteriorizar, con palabras y con actos, todo lo que siente y lo que piensa, ninguna vida humana sería posible. Los ejemplos abundan en nuestra vida cotidiana.

¿Estaba siendo insincero cuando, bajo un bombardeo aéreo en 1944 y con todos mis miembros temblando, me esforzaba por no traslucir nada de mi emoción y en tranquilizar a mis vecinos? ¿Soy insincero cuando me pongo a trabajar a una hora fija mientras tengo unas ganas locas de pasearme por la naturaleza? ¿O bien si, al discutir con una cotorra mundana que mantiene ante mí tesis absurdas, domino mi irritación, que me incita a gritarle que no es más que una loca y a romper la conversación, y continúo hablando con calma y sonriéndole amablemente? Solamente los animales y los niños muy pequeños son total y continuamente "sinceros": gritan, golpean, comen o se niegan a comer siguindo el impulso del momento. "Cuando quiero saber qué es la sinceridad---decía Gide---miro a un pero royendo un hueso." ¿Pero es éste un ideal para el hombre?

Y de hecho, las emociones y los móviles más elementales, los más cercanos al instinto animal (impulsos sexuales, reflejos de agresividad, de miedo, de pereza, etc.), son los más espontáneos en nosotros y los que, cuando los traducimos exteriormente, dan una más intensa impresión de sinceridad.

Lo que se olvida con demasiada facilidad es que la realidad humana encierra varios grados (desde el reflejo meramente biológico hasta el ideal puramente espiritual, pasando por la imaginación y la pasiones) y, en cada grado, la respectiva forma de sinceridad. Y que a menudo hay rivalidades y conflictos entre esos grados, de manera que la obediencia a los motivos más elevados implica la inhibición y, consecuentemente, el disimulo de los móviles inferiores.

Volvamos a los ejemplos más arrida citados. Cuando el miedo se apodera de mí, ¿dónde está "mi verdad" más profunda?: ¿en mi cuerpo, que tiembla, o en mi espíritu, que se niega a ceder a ese temblor? O cuando trabajo en vez de pasearme: ¿en mi pereza o en mi fidelidad a mi deber de estado? O, finalmente, cuando me propongo soportar con paciencia la "lengua desbocada" de aquella loca: ¿en mi irritación espontánea o en mi deliberado deseo de benevolencia hacia todos los seres? Digamos que, en todos estos casos, escojo entre dos sinceridades de muy desigual cualidad, consistente una de ellas en abandonarme a mis humores y la otra en obedecer a mi voluntad. En otras palabras, quizá soy menos sincero con relación a mis emociones, pero soy más auténtico con relación a mis deberes. Enseño menos lo que soy, pero me acerco más a lo que debo ser.

Si se hace de la sinceridad, a cualquier nivel y a cualquier precio, un valor absoluto, se minan a la vez todas las virtudes sobre las que reposa el edificio individual y social: dominio de sí mismo, disciplina interior y exterior, pudor, urbanidad, etc. Y la única verdad que permanece es la del caos.

La confesión católica no da la absolución más que si el reconocimiento de la falta va acompañado del firme propósito de evitar las recaídas. De la misma manera, en um plano enteramente distinto---el de la estrategia política---, la autocrítica marxista. Pero para los "incondicionales" de la sinceridad, el simple reconocimiento de la falta entraña la absolución, y la exhibición de lo peor dispensa de la búsqueda de lo mejor.

Ideal de decomposición, el el más amplio sentido de la palabra. De hecho, ¿hay algo más "sincero" que una casa que se derrumba? Con admirable franqueza, ésta descubre todos los materiales que la componían y cuya armonía para ser un edificio recababa que algunos permanecieran ocultos, pero la verdad de cada detalle se obtiene a expensas de la verdad del conjunto, pues, precisamente, ya no hay casa. Lo mismo ocurre con el hombre. ¿Habría que proponerle como supremo valor la construcción de sí mismo---con todo lo que implica de elección, de eliminación y de partes veladas---o bien descubrir sin discernimiento todos los elementos de su ser, al final de lo cual ya no hay hombre? ¿Y se debe, bajo pretexto de sinceridad, preferir la piqueta del demoledor a la paleta del albañil? Reacción contra la hipocresía de las generaciones precedentes, se dirá. Es cierto em parte. Pero una reacción excesiva es con frecuencia un remedio peor que el proprio mal. ¿Acaso ayuda a un ciego que está al borde de una zanja a sua derecha empujarle tan fuerte que caiga en la zanja de su izquierda? El único medio de salvar la virtud de la sinceridad es ejercerla en el sentido que hemos indicado: como fidelidad a lo mejor y más verdadero que en nosotros hay y, a igual distancia de la hipocresía, que es su contrario, y del exhibicionismo, que es su caricatura.

Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva, 2005

terça-feira, 31 de agosto de 2010

¿Qué es la felicidad?

En el transcurso de un intercambio de puentos de vista, en el que había hablado de las condiciones de una vida armoniosa, uno de mis interlocutores me preguntó a bocajarro: "Ah, pero ¿es usted feliz, señor?"

Cogido de improviso, pues no me había planteado la cuestión, contesté, tontamente, que no lo sabía.

Ante todo, ¿qué es ser un hombre feliz? Péguy dijo, en un célebre texto, que el gran, el terrible descubrimiento de todos los hombres de cuarenta años es constatar que no se es feliz, que nadie lo ha sido y que nadie será jamás feliz. Sin duda, quería hablar de ese plenitud absoluta y permanente que se sueña en la juventud y que, efectivamente, no existe jamás, pues no sólo supondría una concordancia perfecta del hombre consigo mismo, sino circunstancias exteriores siempre favorables, dos cosas imposibles de realizar aquí abajo. Y por la razón de que cada elemento de nuestro destino capaz de hacernos felices lleva, igualmente, en sí, con qué hacernos sufrir, al mismo nivel y en la misma proporción. Y esto en todos los planos de nuestras necesidades y de nuestros deseos.

La salud física es una de las condiciones de la felicidad. Pero el cuerpo humano, maravilloso instrumento de placer por su sensibilidad, por el mismo motivo se convierte en una fuente inagotable de sufrimiento cusnaod la enfermedad se abate sobre él.

Lo mismo ocurre con los bienes exteriores como la fortuna, el éxito social, los honores, etc. Estos nos decepcionan por partida doble: por su privación, si se fracasa en su persecución, o por el vacío que dejaan en nosotros, si se obtienen. El frecuentar a los grandes de este mundo nos enseña que el abanico de sus privilegios está lejos de englobar el de la felicidad...

Quedan los bienes espirituales, cuya fuente es innegablemente más pura y menos intermitente. Pero la misma ley actúa sobre ellos en otro plano.

La inteligencia nos proporciona grandes alegrías, pero sus proprias luces nos hacen sentir sus límites y subrayan amargamente nuestra impotencia ante el misterio. "Quien multiplica el saber multiplica el dolor", decía el Eclesiastés. De lo cual se hace eco Voltaire en su carta a Mme. du Deffand: "En el fondo, sólo los imbéciles son felices, pero por desgracia la creo poco dotada para esa felicidad..."

El sentido de la belleza tiene, igualmente, un doble filo: por él gozamos de las maravillas de la naturaleza y del arte, pero también somos dolorosamente alérgicos a todas las formas de la fealdad.

El amor, la amistad, nos llenan, pero sufrimos en la misma medida cuando el ser amado es golpeado por el mal o nos es arrebatado por la muerte.

Y en cuanto a la sabiduría, es decir, la santidad, si nos da la paz interior, tiene como precio las heridas que inflige a los seres más puros la presencia universal del mal. ¿Quién dijo que la madurez del alma se reconocía por el paso de pasión a la compasión? Pero compadecer es sufrir.

El bien y el mal; al estar aquí abajo indisolublemente unidos el bien y el mal, la alegría y la pena, resulta que el verdadero problema no es ser feliz o desdichado: es ser lo uno o lo otro en el nivel más elevado de uno mismo. Es tener alegría y sofrimentos auténticos y no dejarse fascinar por la posesión o la privación de bagatelas. No desparramarse en dolores vanos y en felicidades ilusiorias. Si es necesario, consumirse, pero no en cualquier fuego.

Parece que hoy todo se conjura en contra de esta concepción selectiva de la existencia. El clima de facilidad y de disfrute en que vivimos, al multiplicar en todos los planos las necesidades, que aumentan siempre más rápidamente que las posibilidades de satisfacerlas, socava la base de nuestra capacidad de experimentar verdaderas alegrías y verdaderos sufrimientos. Para muchos de nuestros contemporáneos, no queda más que la mediocridad de unos pequeños placeres y de unos pequeños aburrimientos, aventajando, por lo demás, los segundos a los primeros con gran diferencia, pues el hombre, obsesionado por la exlusiva búsqueda de la felicidad, vive en us estado de permanente insatisfación que le hace indiferente a lo que posee y ávido de lo que le falta. El hambre, provocada y mantenida artificialmente, se resuelve en incurable saciedad. De ahí una frustación en dos fases: "Tengo que obtener eso cueste lo que cueste"; y después: "No era más que eso; ¡rápido, a otra cosa!" Hay que concluir que no se separa impunemente la búsqueda de la felicidad del conjunto de las actividades, de los deberes y de las virtudes, que son la trama de toda existencia auténtica. Pero cuanto más se piensa en ello más posibilidades hay de obtenerlo. Los grandes personajes a quienes la humanidad reconoce como sus modelos y sus guías, ¿se han preocupado alguna vez de su pequeña felicidad individual? Han obedecido a su vocación sin eludir los riesgos ni las desgracias de ella y, a veces, llegando hasta el sacrificio de su vida; y la felicidad, en la medida en que es posible en este mundo, les ha sido dada por añadidura. Pues la vida es indivisible; si, en nombre del famoso "derecho a la felicidad" con que nos machacan los oídos, se intenta descremarla, se llega al irrisorio resultado de quedarse sólo con el suero.

Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva - 2005

sábado, 28 de agosto de 2010

La vida interior y la acción

El otro día decía yo a un pequeño grupo de hombres de acción que el clima de la sociedad actual hace cada vez más difícil el acceso a la vida interior, designando con esta palabra, en mi pensamiento, la capacidad de recogimiento, de soledad, de silencio... y, para los creyentes, de oración.

¿La vida interior?---me dijo un oyente---: noción muy anticuada para esta segunda mitad del siglo XX, en la que el hombre rompe los átomos y visita los astros. Yo no creo más que en el dinamismo y en la eficacia, y sólo me siento vivo en la acción o, en las horas libres, en las distracciones que puedo ofrecerme con el fruto de mi trabajo: deporte, espectáculos, viajes, etcétera.

Precisemos esta noción de vida interior---respondí---. Lo que distingue a un ser vivo de una máquina es que todas las manifestaciones de su existencia comportan dos vertientes completamente irreductibles entre sí: la vertiente externa, que concierne a nuestras reacciones observables desde fuera (los gestos del cuerpo, las expresiones de la cara, las palabras, etc.) y la vertiente interna (sensaciones, emociones, sentimientos, pasiones), que permanece rigurosamente subjetiva, es decir, no verificable e incomunicable. Tomemos el ejemplo del dolor. La vertiente externa es todo aquello que un médico, a vuestro lado, puede constatar: los gritos, las convulsiones, la inflamación de los tejidos, etc. La vertiente interna es el dolor mismo, que está dentro de usted y que es sólo suyo, sin que nadie en el mundo lo pueda experimentar en su lugar.

El dinamismo del que usted hace tanto caso no escapa a este dualismo. No es usted feliz nada más que en la acción. Pero esta felicidad ¿está en las cosas sobre las que usted actúa---por ejemplo, si es usted arquitecto, en las piedras de las casas que construye---o en usted mismo, en la impresión de plenitud que acompaña el ejercicio de sus facultades creadoras? Si sólo se trata de dinamismo y de eficacia (términos más de moda que el de vida interior), una máquina realiza muy bien estas dos condiciones: ¿su ideal es parecerse a ella funcionando a pleno rendimiento y sin sentir nada?

Os gusta viajar. Pero ¿qué es lo que da valor al viaje: el paso de un lugar a otro (en este sentido, el tren o el avión que os llevan se desplazan tan rápidamente como vosotros), o bien la maravilla del descubrimiento, el acontecimiento interior por excelencia?

De este modo, hagáis lo que hagáis, siempre es en función de esta vida interior, cuyo valor negáis con tanta ligereza, como se realiza vuestra elección. La única diferencia entre nosotros se refiere a la forma o, más bien, al grado de esta vida interior. Preferís una vida interior alimentada sin cesar por vuestros intercambios con el mundo exterior, mientras que yo pongo el acento sobre una interioridad más profunda: la del recogimiento y la meditación que permite al hombre, incluso si éste está privado de aportaciones extrañas, encontrar en sí mismo la principal fuente de su felicidad.

Cuestión de temperamento---replicó mi interlocutor---. Si el mío me lleva a preferir las alegrías de la acción y el suyo a elegir las de la meditación, ¿en nombre de qué criterio estima usted que me falta algo?

Respuesta: en nombre de la armonía del ser humano, cuyos dos elementos complementarios son la meditación y la acción. No ignoro los peligros de una vida demasiado interior (la pereza, el sueño estéril, el enfermizo replegarse en sí mismo, el intelectualismo desencarnado, etc.) y, en tales casos, no dudo en preconizar la acción como remedio. Esto es tan cierto que, incluso en los monasterios contemplativos, la meditación y la oración van acompañadas de actividades exteriores como la agricultura, la artesanía, la enseñanza, etc. Y la historia nos enseña que algunos sabios y místicos (un Marco Aurelio o un San Bernardo, por ejemplo) han sido, por añadidura, grandes hombres de acción. Pero no eran sólo eso: guardaban en su interior una secreta profundidad a la que no llegaban los remolinos de la acción.

Y son precisamente esta riqueza y libertad interiores lo que trato de defender contra la idolatría de la acción. Y esto por dos motivos:

En primer lugar, para assegurar la independencia del espíritu frente a las vicisitudes del azar. Quien tiene todas sus razones de vivier en su actividad profesional o en las distracciones que le vienen de fuera, corre el riesgo de caer, si el circuito se interrumpe (a consecuencia de un revés de la fortuna, o por enfermedad o por vejez), en un estado de inanicíon espiritual que hará de su existencia algo insípido e intolerable. ¿Quién no conoce el triste final de la vida de ciertos hombres de acción? En segundo lugar, para que la acción exterior aporte verdaderos frutos interiores. Es un hecho no menos reconocido que el hombre devorado (¡qué elocuente palabra!) por la fiebre de la accíon no tiene las suficientes reservas interiores para gozar plenamente de los resultados de sus esfuerzos. El exceso del tener se compensa con la anemia del ser. Me ha chocado a menudo la ineptitud para la felicidad de tantos campeones del dinamismo y de la eficacia. Está colmado y, sin embargo, no es feliz, dicen sus allegados.

Estoy persuadido de que se ha quedado sin esa virtud de la expectativa de la admiración y de la acogida, que fecunda y transfigura las realizaciones exteriores. Y colmado, en este caso, extrañamente, es sinónimo de obstruido.

Dicho esto, creo en la virtud y en los beneficios de la acción. Pero a condición de que no llegue hasta este agotamiento interior en que el hombre, desposeído de lo que es, se convierte en esclavo de lo que hace.

Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva - 2005

sexta-feira, 27 de agosto de 2010

Le mythe de l'evasion

C'est le jour de Pâques. Six heures du soir. Une nuit précoce commence à descendre sur un paysage noyé dans la pluie qui tombe sans interruption depouis la veille. Le téléphone sonne: ce sont des amis qui m'appellent des environs de Toulon: "Nous montons vers Paris: pouvons-nous nous arrêter chez vous pour dîner? nous arriverons vers neuf heures."---Je donne mon accord---et lesdits amis se présentent avec prés de deux heures de retard. Excuses d'usage et parfaitement justifiées: embouteillages, routes glissantes, etc.---Ils mangent en hâte et repartent dans nuit...

Voici maintenant l'ensemble des faits. Ces gens disposant du week-end de Pâques: trois jours, étaient partis de Paris le samedi à 5h du matin pour arriver sur la Côte tard dans la soirée. Pas de chance: il pleuvait dans le Midi alors qu'il faisait beau temps dans le Nord. Journée vide et somnolente devant la mer grise; redépart le dimanche soir, diner dans la vallée du Rhône, coucher vers Lyon et nouvelle journée au volant le lundi. En tout, 2000 kilomètres dévorés en hâte et sans le moindre profit por l'esprit comme pour le corps. Trop heureux si la fatigue et la tension nerveuse n'allaient pas leur faire grossir le bilan pléthorique des accidents de la route...

"Vous êtes fous", ne puis-je m'empêcher de leur dire. Il y a cependant de beaux endroits à proximité de Paris, où vous auriez pu vous détendre en respirant l'air du ciel et en regardant pousser les premières feuilles. ---Leur fatigue les incline à me donner raison, quand, subitement, la jeune femme s'écrie, avec un accent ambigu qui exprime à la fois l'excuse et la protestation: "Que voulez-vous, il faut bien s'évader!".

S'évader de quoi? J'admets volontiers qu'on tienne à se distraire de ses occupations journalières et à fuir un appartement en ville et des rues bruyantes et surpeuplées. Mais s'évader vers quoi? Pour passer des journées dans une voiture plus exiguë que n'importe quel appartement citadin et sur des routes aussi encombrées, tapageuses et malodorantes que les artères parisiennes. En fait, on ne s'évade pas, on passe d'une prison immobile à une prison motorisée: le déplacement accéléré de la cage donne à l'oiseaus l'illusion de la délivrance...

Il y a là un étrange phénomène d'intoxication collective qui nous fait chercher le remède dans la ligne même du mal que nous voulons fuir. Au lieu de se reposer, on change d'agitation et de surmenage... Et ce que nous cherchons, dans cette frénésie du déplacement, c'est moins la découverte d'un monde nouveau que la fuite hors de notre monde habituel, dont nous n'apprécions plus la saveur et la richesse, et surtout la fuite hors de nous-mêmes; c'est moins de remplir le temps que de le tuer.

C'est constater une évidence que d'affirmer qu'il n'y a plus de distance! Jamais les hommes n'avaient disposé de moyens de communication aussi nombreaux et aussi puissants. Nous pouvons nous rendre en quelques heures dans n'importe quel lieu de la planète, et nous sommes informés instantanément par la presse et la télévision de tout ce qui se passe dans l'univers. D'où vient donc que, possédant de tels moyens d'échapper à la solitude et à l'ennui, les hommes se sentent plus que jamais isolés et dépaysés dans leur milieu naturel (métier, famille,entourage immédiat) et sourtout dès qu'ils se trouvent en face d'eux-mêmes! Paul Valéry attirait déjà notre attention sur ce phénome de la "multiplication des seuls" au coeur même d'une civilisation où les possibilités d'échanges entre les hommes sont devenues illimitées.

Cela tient à ce que, par l'usage déréglé que nous en faisons, nous transformons ces merveilleux moyens de communication en isolants, par rapport aux êtres et aux choses qui nous touchent de plus près. En nous rapprochant du plus lointain, nous nous éloignons de ce qui nous est le plus voisin et le plus intérieur. Ainsi, les facilités de déplacement aboutissent à une consommation indigeste de bornes kilométriques plutôt qu'à la joie de contempler la nature, la fascination du pétit écran nous détourne de la méditation personnelle et des conversations avec les membres de notre famille et nos amis, etc. Ce qui provoque, par défaut d'exercice des fonctions élémentaires, cette impression de vide intérieur et ce besoin perpétuel de "fuite en avant" dont nous avons montré les absurdes conséquences.

Il ne s'agit pas de repouser en bloc toutes les facilités qui nous sont offertes, mais de veiller sur nos sources, c'est-à-dire de ne pas sacrifier l'essentiel à l'accessoire ni le nécessaire au superflu, car si loin que puissent s'étendre nos rapports rien si nous perdons contact avec les réalités premières où notre pensée, notre amour et notre action trouvent luer aliment naturel et quotidien.

N'oublions pas que ce n'est pas le nombre et la longueur de ses branches, mais la profondeur et la santé de ses racines qui font la vigueur d'un arbre.

Fonte: "L'équilibre et l'harmonie" - Fayard

sexta-feira, 13 de agosto de 2010

Los grandes y el pueblo

No sé en qué lugar habla La Bruyère de la ardiente e irreflexiva veneración de los pobres hacia los ricos. "Si los grandes se preocupasen de ser buenos, comenta amargamente, acabaria en idolatría."

Hoy día creemos soñar al evocar tal estado de ánimo. Sin embargo, ha existido: esa incoercible necesidad humana de ver el poder unido a la pureza, de creer en un orden social fundado sobre la verdad interior, como un reflejo temporal de la justicia divina; ese presentimiento de una grandeza externa y protectora que constituye, para el hombre que está debajo, la única razón sana de vivir y de servir, mantuvo durante largo tiempo en el espíritu del pueblo una imagen profunda y sagrada de la persona de los grandes. Entonces había poca envidia, porque la invidia presupone una cierta identidad en las vocaciones y los intereses: así, un comerciante envidiará las ganancias de otro comerciante y no "el genio" de un poeta; el hombre del pueblo vivía demasiado intensamente la distancia irreductible que le separaba de los grandes para envidiar a éstos, como no fuera en sueños.

Todo esto ha ido desmoronándose poco a poco, a medida que el pueblo iba percibiendo que los poderosos y los nobles eran semejantes a él, que en el secreto de sus actos eran tan bajos y vulgares como él, y que ninguma grandeza íntima respondía a su supremacía exterior. El pueblo entonces empezó a detestar y a envidiar a esa aristocracia que había descendido a su nivel y había perdido toda superioridad sustancial. Al morir en su alma la distancia vivida entre él y sus jefes, ¿como iba a poder suportar el espectáculo de la distancia exterior, de unos privilegiados que sentía fundados sobre la mentira, monstruosamente usurpados? El salvaje, el anárquico "¿por qué no yo?", ha abierto paso inevitablemente a la veneración de la igualdad.

Pero ¡qué hondura de decepción habrá hecho falta para suscitar en el alma obstinadamente adoradora de los humildes esta consciencia de la bajeza de los grandes, esta lamentable caída de los nimbos que precedió a la envidia y la rebelión! Ahora, el ciclo se ha completado: el pueblo, ese viejo de donde brotaron los romanceros y las leyendas heroicas y que aureoló la frente de los grandes de un esplendor espiritual a menudo inexistente, ya no cree hoy en la grandeza, ni siquiera cuando existe. Pero ¿de quién es la falta inicial? Si una fiebre malsana de igualdad consume a la plebe, ¿no son los grandes los que la han encendido al descender por su conducta al nivel de la plebe?

Tú no tenías derecho a ser como yo, puede decir el hombre de abajo al hombre de arriba. Al revelarme tu bajeza has exasperado y desencadenado la mía. La envidia que hoy me devora no es otra cosa que el cadáver de mi veneración de ayer. Tú has matado en mí el sentido vivo de la jerarquía, la dulzura y la nobleza de la obediencia. Largo tiempo se ha resistido a morir aquel respeto que endulzaba mis sueños y mis fatigas, aquella imagen que yo me formaba de tu justicia y de tu bondad; pero, al fin, no han tenido más remedio que caer bajo tus golpes. Has acabado por demostrarme que eres semejante a mí. Mui bien: pues ahora soy yo quien quiere que nos parezcamos en todo. (Esta voluntad se llama revolución, igualitarismo, comunismo...) ¿Te das cuenta del mal que me has hecho? La justicia y el amor me han mentido por tu boca. Tú me has amputado lo mejor de mí mismo: mi confianza en ti y en todo el orden humano y divino que tú representabas. Porque tú eras también para el pueblo testigo y mensajero del cielo y, con tu imagen, la imagen de Dios se ha podrido en mí. Por tu culpa me he sentido solo y huérfano, he perdido el sentimiento de una realidad grande, superior a mí, que me sostenía, me defendía y nutría en mi corazón una resignación sin amargura y una esperanza sin fiebre; ya he dejado de sentirme dominado, ya no veo por encima de mi vulgaridad y de mi debilidad nada más que mentiras. ¿Comprendes ahora por qué he intentado recrear el mundo a mi miserable imagen?

Fonte: "Diagnósticos de fisiología social" - Madrid: Nacional, 1958