Justo antes de la última guerra, surgió un gran debate sobre el problema de las relaciones entre la moral y la literatura. Los moralistas pretendían que los guardianes de la ciudad tenían un derecho de inspección y de control sobre las producciones literarias, y los intelectuales, enarbolando el sagrado estandarte del "arte por el arte", reinvindicaban para el escritor una absoluta liberdad de expresión. Estos últimos, que contaban en sus filas con las inteligencias francesas más brillantes, se complacían en tratar de imbéciles a sus adversarios, lo que no siempre era falso, considerando la arisca estrechez de ciertos defensores de la moralidad.
Pero Simone Weil---ese espíritu soberano---no temía afirmar que en el debate "eran los imbéciles los que, en gran parte, tenían razón".
Hoy se plantea el mismo problema en términos infinitamente más agudos.
Acabo de leer una novela firmada por un nombre muy célebre (me abstengo de citarlo para evitar una publicidad tan gratuita como perniciosa) donde se describen con un increíble lujo de detalles las más repugnantes torpezas sexuales. El poder evocador del estilo da a esas miserias una intensidad, un colorido, que nunca tienen en la realidad. Pues, como muy bien dice Huxley, la descripcíon de un acto obsceno es siempre más obscena que el proprio acto. Y es precisamente ahí donde está el peligro de la literatura.
Hojeo otras obras. Una exalta las delicias de la droga, otra proclama la legitimidad del aborto, una tercera exalta a los "matones" e invita a la revolución universal, etc.
Podría citar casos muy precisos en los que esta literatura ha empujado a algunas personas al desenfreno, al aborto, al uso de la droga, a la violencia revolucionaria y a veces al suicidio.
La responsabilidad de los escritores es evidente en el sentido de que sus obras han ejercido sobre un cierto número de sus lectores una influencia determinante. ¿Pero qué es una responsabiblidad sin sanciones materiales o morales?
La palabra no tiene sentido más que en la medida en que el individuo paga, de una u otra manera, los platos rotos, es decir, en que sufre personalmente las consecuencias de sus actos.
Así, el industrial o el agricultor incompetentes van a la ruina, el obrero que trabaja mal es despedido, el cirujano descuidado o inhábil pierde su reputación y su clientela, etc. No hay nada parecido para el intelectual: puede desonrar su profesíon al propagar los peores errores y los peores vicios sin que su situación material y su prestigio social sufran en absoluto. Muy al contrario: por ete camino fangoso es como mejor alcanza, con frecuencia, la fortuna y los honores. Los vientos impuros que desencadena no hacen caer las tejas más que sobre las cabezas ajenas.
En efecto, ¿hay algo más escandaloso que el contraste entre la suerte del malhechor y la de sus víctimas?
El más mínimo atentado al pudor merece la prisión para su autor. Multiplicad este atentado hasta el infinito en un libro de gran tirada: os extasiaréis ante vuestra audacia y, quizá (ya se ha dado el caso), el premio Nobel vendrá a coronar vuestra carrera.
Un soldado qeu insulta a un oficial o que se niega a obedecer pasa a un consejo de guerra. Pero se ha representado en la Comédie Française---¡teatro subvencionado por el Estado!---una obra en la que los jefes son arrastados por el fango. Se persigue y se condena a los traficantes y a los usuarios de drogas. Pero está permitido exaltar las falsas borracheras.
Es inútil prolongar esta letanía. Todo se resume en esto: mientras se castiga por todas partes a aquellos que están podridos, se deja en paz o se recompensa a los causantes de la podredumbre. Están lejos los tiempos en que el marqués de Sade (venerado hoy como un genial precursor), que se atrevió a dedicar sus obras obscenas a Napoleón, fue encerrado por éste en un asilo de locos para el resto de su vida.
Y toda esta literatura, que parece emanar de un osario o de una destilería de veneno, se propaga sin control en nombre de la sacrosanta libertad de pensamiento y de expresión. La palabra censura da miedo. Pero las leys contra el alcoholismo, el desenfreno, el proxenetismo---sin hablar de las recientes medidas contra la contaminación de la naturaleza---¿que son sino censuras, es decir, restricciones impuestas a un cierto género de libertades? ¿En virtud de qué principio serían los escritores los únicos en gozar del exorbitante privilegio de la impunidad en la fechoría? !Como si el mal, pensado y expresado, no tuviera más consistencia que un sueño y no se encarnara jamás en la materialidad de los hechos!
Habrá que salir, más pronto o más tarde, de esta absurda situación. No ignoro ninguno de los peligros que conlleva una censura en manos del Estado. Quizá, como sugería Simone Weil, habría que deserar un control ejercido por una instancia menos elevada: algo análogo, por ejemplo, al Consejo del orden de los médicos y de los abogados. Todo está aún por hacer en este campo. Pero todo debe organizarse alrededor de ete pricipio central: la necesidad de una autoridad que recordase a los intelectuales que es demasiado fácil atribuirse todos los derechos sin reconocerse ningún deber y sin incurrir en la menos sanción y que, según la admirable fórmula de Víctor Hugo, "toda idea expresada implica una responsablilidad aceptada".
Fonte: "El equilibrio y la armonía" - Belacqva, 2005
Pero Simone Weil---ese espíritu soberano---no temía afirmar que en el debate "eran los imbéciles los que, en gran parte, tenían razón".
Hoy se plantea el mismo problema en términos infinitamente más agudos.
Acabo de leer una novela firmada por un nombre muy célebre (me abstengo de citarlo para evitar una publicidad tan gratuita como perniciosa) donde se describen con un increíble lujo de detalles las más repugnantes torpezas sexuales. El poder evocador del estilo da a esas miserias una intensidad, un colorido, que nunca tienen en la realidad. Pues, como muy bien dice Huxley, la descripcíon de un acto obsceno es siempre más obscena que el proprio acto. Y es precisamente ahí donde está el peligro de la literatura.
Hojeo otras obras. Una exalta las delicias de la droga, otra proclama la legitimidad del aborto, una tercera exalta a los "matones" e invita a la revolución universal, etc.
Podría citar casos muy precisos en los que esta literatura ha empujado a algunas personas al desenfreno, al aborto, al uso de la droga, a la violencia revolucionaria y a veces al suicidio.
La responsabilidad de los escritores es evidente en el sentido de que sus obras han ejercido sobre un cierto número de sus lectores una influencia determinante. ¿Pero qué es una responsabiblidad sin sanciones materiales o morales?
La palabra no tiene sentido más que en la medida en que el individuo paga, de una u otra manera, los platos rotos, es decir, en que sufre personalmente las consecuencias de sus actos.
Así, el industrial o el agricultor incompetentes van a la ruina, el obrero que trabaja mal es despedido, el cirujano descuidado o inhábil pierde su reputación y su clientela, etc. No hay nada parecido para el intelectual: puede desonrar su profesíon al propagar los peores errores y los peores vicios sin que su situación material y su prestigio social sufran en absoluto. Muy al contrario: por ete camino fangoso es como mejor alcanza, con frecuencia, la fortuna y los honores. Los vientos impuros que desencadena no hacen caer las tejas más que sobre las cabezas ajenas.
En efecto, ¿hay algo más escandaloso que el contraste entre la suerte del malhechor y la de sus víctimas?
El más mínimo atentado al pudor merece la prisión para su autor. Multiplicad este atentado hasta el infinito en un libro de gran tirada: os extasiaréis ante vuestra audacia y, quizá (ya se ha dado el caso), el premio Nobel vendrá a coronar vuestra carrera.
Un soldado qeu insulta a un oficial o que se niega a obedecer pasa a un consejo de guerra. Pero se ha representado en la Comédie Française---¡teatro subvencionado por el Estado!---una obra en la que los jefes son arrastados por el fango. Se persigue y se condena a los traficantes y a los usuarios de drogas. Pero está permitido exaltar las falsas borracheras.
Es inútil prolongar esta letanía. Todo se resume en esto: mientras se castiga por todas partes a aquellos que están podridos, se deja en paz o se recompensa a los causantes de la podredumbre. Están lejos los tiempos en que el marqués de Sade (venerado hoy como un genial precursor), que se atrevió a dedicar sus obras obscenas a Napoleón, fue encerrado por éste en un asilo de locos para el resto de su vida.
Y toda esta literatura, que parece emanar de un osario o de una destilería de veneno, se propaga sin control en nombre de la sacrosanta libertad de pensamiento y de expresión. La palabra censura da miedo. Pero las leys contra el alcoholismo, el desenfreno, el proxenetismo---sin hablar de las recientes medidas contra la contaminación de la naturaleza---¿que son sino censuras, es decir, restricciones impuestas a un cierto género de libertades? ¿En virtud de qué principio serían los escritores los únicos en gozar del exorbitante privilegio de la impunidad en la fechoría? !Como si el mal, pensado y expresado, no tuviera más consistencia que un sueño y no se encarnara jamás en la materialidad de los hechos!
Habrá que salir, más pronto o más tarde, de esta absurda situación. No ignoro ninguno de los peligros que conlleva una censura en manos del Estado. Quizá, como sugería Simone Weil, habría que deserar un control ejercido por una instancia menos elevada: algo análogo, por ejemplo, al Consejo del orden de los médicos y de los abogados. Todo está aún por hacer en este campo. Pero todo debe organizarse alrededor de ete pricipio central: la necesidad de una autoridad que recordase a los intelectuales que es demasiado fácil atribuirse todos los derechos sin reconocerse ningún deber y sin incurrir en la menos sanción y que, según la admirable fórmula de Víctor Hugo, "toda idea expresada implica una responsablilidad aceptada".