El hombre, para vivir como hombre, necesita la armonía entre la moral y las costumbres. Las costumbres están hechas para ser coronadas por la moral; la moral está hecha para encarnarse en las costumbres. El pecado moral, en principio libremente elegido, se infiltra más pronto o más tarde en las costumbres y las pudre: desde el Renacimiento asistimos a esa penetración del pecado en la necesidad, a esa lenta degradación del mal moral en físico. Recíprocamente, el humanismo de las costumbres recae sobre la moral: la virtud que ya no se apoya sobre la salud de los instintos y sobre la de las instituciones, se desvía de su cauce natural y cae, como los nervios mal cuidados, en una debilidad irritable...
La crisis moral que todo el mundo rivaliza hoy en denunciar es sobre todo una crisis de costumbres. El pecado emigra cada vez más lejos de su lugar propio (la conciencia y la liberdad individuales) para instalarse, de una parte, en el dominio de la vida colectiva (regímenes políticos y climas sociales malsanos), y de otra, en el de la vida inconsciente y casi orgánica (nervios desquiciados, instintos pervertidos, etc.) La zona del mal propiamente moral se recorta progresivamente, de modo que el moralista ya no sabe muy bien dónde termina su terreno y dónde comienza el del hombre de estado o el del médico. No ignoro que una tal desviación de las costumbres constituye un ambiente ideal para la eclosión de vocaciones heroicas: por reacción, hace surgir seres cuya pureza moral remonta la corriente de las costumbres y crea una nueva salud fundada totalmente en la conciencia y en el amor, mantenida a fuerza de espíritu. Piénsese, por ejemplo, en qué atmósfera social se encuentra colocado hoy día el deber elemental de la procreación y qué trágicos obstáculos tiene a veces que vencer. Pero un estado de cosas que tiende, por así decirlo, a hacer depender la salud de la santidad, ofrece grandes peligros (ya hemos visto cuáles); en todo caso, exige una fuerza y una grandeza de alma que no están al alcance del término medio de la humanidad. Todo sistema social que contibuye a hacer necesarias a la mayoría de los hombres, en la conducta ordinaria de su vida, virtudes esencialmente aristocráticas, resulta malsano. En cuanto a la pseudodemocracia surgida del espíritu del 89, añade el absurdo al daño: fundada teóricamente sobre la justicia y el amor a las masas, acaba imponiendo prácticamente a los individuos de esas pobres masas, si quieren cumplir su humilde deber, un heroísmo que apenas sería razonable pedir al pusillus grex evangélico. Si se busca la razón secreta de la temeridad aterradora con la que los espíritus revolucionarios transtornan tradiciones y costumbres que han sido ya probadas, la encontraremos en esa ilusión "angélica" de que la moralidad puede y debe bastar a suplir las costumbres destruídas. Pero no hay peor crimen social que el querer forzar a las masas a la santidad...
El moralista, situado en el centro de un desconcierto de costumbres inédito en la Historia, tiene que desconfiar más que nunca de las construcciones ideales, de los sistemas universales, de la embriaguez de la palabras y de los sueños. Ya se ha cultivado demasiado tiempo el eretismo moral: lo que hoy necesitamos es una moral motriz. Después de tantos estériles excesos intelectuales y afectivos, ya es tiempo de enseñar a los hombres a hacer llegar hasta sus actos el ideal de su alma y la emociones de su corazón. Hay que encarnar humildemente, pacientemente, la verdad humana; hay que darle un cuerpo y una realidad en la vida de cada uno y en la vida de todos. El más noble ideal sólo tiene sentido en la medida en que engendra ese pobre esfuerzo carnal y sangrante. Han sido removidas las bases más elementales de la naturaleza humana: hay que reconstruir al hombre entero. Para esto no basta con predicar, a todos y a ninguno, desde la cúpula del edificio vacilante; es preciso bajar y reparar piedra a piedra sus cimientos amenazados.
La tarea más urgente de la moral consiste, pues, ahora en restaurar las costumbres. Es insuficiente predicar a las almas la salud moral si no se presta atención al ambiente que las hace enfermar. Y esto planea problemas biológicos, económicos, políticos, que no tenemos derecho a eludir. El moralista no puede ya aislarse en su ciencia... ¿Es esto decir que la moral es hoy inútil, como quiere insinuar cierto falso realismo? Por el contrario, necesita ser tanto más pura, más profunda y más delicada cuanto menos sólidas son sus raíces. En otro tiempo, el moralista y el apóstol podían permitirse el lujo de no ocuparse más que de las cosas del espíritu y de la libertad: entonces no había que inquietarse de las bases físicas del impulso moral ni de un clima social que no por ser a veces muy rudo, dejaba de ser saludable en su esencia. Hoy día, la moral más elevada debe aprender a inclinarse sobre las más humildes realidades; es preciso que siga al mal hasta el punto extremo de su encarnación en las costumbres, porque es de ahí de donde debe partir el remedio. Todos los tratamientos locales---trátase de sermones morales, de sistemas políticos o de planes económicos---resultan, tomados por separado, más deficientes que nunca. La curación de la humanidad exige una ciencia total y un amor total de la humanidad.
La crisis moral que todo el mundo rivaliza hoy en denunciar es sobre todo una crisis de costumbres. El pecado emigra cada vez más lejos de su lugar propio (la conciencia y la liberdad individuales) para instalarse, de una parte, en el dominio de la vida colectiva (regímenes políticos y climas sociales malsanos), y de otra, en el de la vida inconsciente y casi orgánica (nervios desquiciados, instintos pervertidos, etc.) La zona del mal propiamente moral se recorta progresivamente, de modo que el moralista ya no sabe muy bien dónde termina su terreno y dónde comienza el del hombre de estado o el del médico. No ignoro que una tal desviación de las costumbres constituye un ambiente ideal para la eclosión de vocaciones heroicas: por reacción, hace surgir seres cuya pureza moral remonta la corriente de las costumbres y crea una nueva salud fundada totalmente en la conciencia y en el amor, mantenida a fuerza de espíritu. Piénsese, por ejemplo, en qué atmósfera social se encuentra colocado hoy día el deber elemental de la procreación y qué trágicos obstáculos tiene a veces que vencer. Pero un estado de cosas que tiende, por así decirlo, a hacer depender la salud de la santidad, ofrece grandes peligros (ya hemos visto cuáles); en todo caso, exige una fuerza y una grandeza de alma que no están al alcance del término medio de la humanidad. Todo sistema social que contibuye a hacer necesarias a la mayoría de los hombres, en la conducta ordinaria de su vida, virtudes esencialmente aristocráticas, resulta malsano. En cuanto a la pseudodemocracia surgida del espíritu del 89, añade el absurdo al daño: fundada teóricamente sobre la justicia y el amor a las masas, acaba imponiendo prácticamente a los individuos de esas pobres masas, si quieren cumplir su humilde deber, un heroísmo que apenas sería razonable pedir al pusillus grex evangélico. Si se busca la razón secreta de la temeridad aterradora con la que los espíritus revolucionarios transtornan tradiciones y costumbres que han sido ya probadas, la encontraremos en esa ilusión "angélica" de que la moralidad puede y debe bastar a suplir las costumbres destruídas. Pero no hay peor crimen social que el querer forzar a las masas a la santidad...
El moralista, situado en el centro de un desconcierto de costumbres inédito en la Historia, tiene que desconfiar más que nunca de las construcciones ideales, de los sistemas universales, de la embriaguez de la palabras y de los sueños. Ya se ha cultivado demasiado tiempo el eretismo moral: lo que hoy necesitamos es una moral motriz. Después de tantos estériles excesos intelectuales y afectivos, ya es tiempo de enseñar a los hombres a hacer llegar hasta sus actos el ideal de su alma y la emociones de su corazón. Hay que encarnar humildemente, pacientemente, la verdad humana; hay que darle un cuerpo y una realidad en la vida de cada uno y en la vida de todos. El más noble ideal sólo tiene sentido en la medida en que engendra ese pobre esfuerzo carnal y sangrante. Han sido removidas las bases más elementales de la naturaleza humana: hay que reconstruir al hombre entero. Para esto no basta con predicar, a todos y a ninguno, desde la cúpula del edificio vacilante; es preciso bajar y reparar piedra a piedra sus cimientos amenazados.
La tarea más urgente de la moral consiste, pues, ahora en restaurar las costumbres. Es insuficiente predicar a las almas la salud moral si no se presta atención al ambiente que las hace enfermar. Y esto planea problemas biológicos, económicos, políticos, que no tenemos derecho a eludir. El moralista no puede ya aislarse en su ciencia... ¿Es esto decir que la moral es hoy inútil, como quiere insinuar cierto falso realismo? Por el contrario, necesita ser tanto más pura, más profunda y más delicada cuanto menos sólidas son sus raíces. En otro tiempo, el moralista y el apóstol podían permitirse el lujo de no ocuparse más que de las cosas del espíritu y de la libertad: entonces no había que inquietarse de las bases físicas del impulso moral ni de un clima social que no por ser a veces muy rudo, dejaba de ser saludable en su esencia. Hoy día, la moral más elevada debe aprender a inclinarse sobre las más humildes realidades; es preciso que siga al mal hasta el punto extremo de su encarnación en las costumbres, porque es de ahí de donde debe partir el remedio. Todos los tratamientos locales---trátase de sermones morales, de sistemas políticos o de planes económicos---resultan, tomados por separado, más deficientes que nunca. La curación de la humanidad exige una ciencia total y un amor total de la humanidad.